HOLAAAAAA Alguien q me resuma esto — Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento. Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse. En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional, donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian. Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir, volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado. — Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto. Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino. El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la mirada al instante para no tropezar con la suya. Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio. Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí estaba la incertidumbre. Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo, bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos. — Señor presidente — murmuró. — Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta. — Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que le cayó encima—. Trabajo en el hospital. La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo. — No me dirá que es médico — le dijo el presidente. — Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia. — Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro. — No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las dos manos, y le preguntó con un interés real:
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Holaaa alguien q me resuma esto pliis ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología. La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
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Holii me ayudas Teniendo en cuenta la información del tema No 3, identifica y explica las características del relato de terror, en el siguiente texto La chica del cuarto frio Era el primer día de trabajo de Alejandra como ayudante de chef en aquel famoso hotel, la enviaron al cuarto frio por suministros, el lugar era algo confuso para alguien que estaba ahí por primera vez, un enorme sótano lleno de largos pasillos con paredes blancas. Alejandra se perdió varias veces y todas ellas sentía que alguien iba tras ella, pero al voltear ¡Nada! Cuando por fin llegó, apenas había puesto un pie dentro del congelador, y la puerta se cerró bruscamente detrás de ella, haciéndola caer de rodillas por el golpe. Se incorporó rápido y vio a través de la empañada ventanilla, que alguien había cerrado la puerta por fuera y se alejaba de prisa. Pensando que se trataba de su novatada, se mantuvo caliente esperando que los bromistas regresaran a sacarla, pero el reloj avanzaba, el frio le calaba y nadie venia, quiso llamar desde su celular, pero por el material de las paredes ahí no había señal. Cuando se sentía algo desconcertada, alguien abrió la puerta del congelador, y la encontró temblando, -¿Pero muchacha que haces aquí sola?- le dijo la mujer que recién llegaba –Me cerraron la puerta por fuera y esperaba que me abrieran- respondió Alejandra, la señora la miraba algo sorprendida mientras la tomaba de la mano para sacarla de ahí – ¿que nadie te dijo que está prohibido venir sola acá?, desde que aquella chica quedó encerrada y murió de frio es una regla estricta que vengamos en pareja- la señora se disponía a cerrar la puerta, pero esta se atoró o al menos eso pensaron hasta que vieron por la ventanilla que alguien se movía dentro. La mujer que ya había vivido esa situación muchas veces, apresuró el paso de la chica nueva, iban casi corriendo, y detrás de ellas se marcaban en el suelo, huellas mojadas siguiendo sus pasos. La regla era sencilla, y no estaba hecha para evitar quedar encerrados por accidente, si no para protegerse unos a otros de la chica muerta en el cuarto frió, que quería que otros corrieran con su misma suerte.
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