Holaaa alguien q me resuma esto pliis
ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo. Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal. Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte. Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado, en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a las nueve de la mañana en el pabellón de neurología. La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos vértebras.
Respuesta:
ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario, contemplando los cisnes polvorientos con ambas manos apoyadas en el pomo de plata del bastón, y pensando en el deceso. Una vez que vino a Ginebra por primera ocasión el lago era sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a ingerir en las manos, y damas de alquiler que parecían fantasmas de las 6 de la tarde, con volantes de organdí y sombrillas de seda. Poseía un bigote altivo de mosquetero, el pelo azulado y exuberante con ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular izquierdo, y los ojos alegres. Hasta ese jueves indeseable, en que el doctor menos notorio de los varios que lo habían observado lo citó a las 9 de la mañana en el pabellón de neurología. La oficina simulaba una celda de monjes, y el doctor era diminuto y lúgubre, y poseía la mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Una vez que apagó la luz, apareció en la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya hasta que el doctor indicó con un puntero, abajo de la cintura, la alianza de 2 vértebras.
Explicación: