Yo aprendí el abecedario en casa, con mamá, en una cartilla a cuadrados rojos y verdes, pero quien realmente me enseñó a leer y escribir fue la señorita Fabiola, la primera maestra que tuve cuando entré al colegio. Es por ello que la tengo tan presente y que me animo a contar algo de su vida, su triste, oscura y abnegada vida, tan parecida a tantas otras vidas de las que nada sabemos. Aparte de ser nuestra maestra en el colegio, era amiga de la casa, pues vivíamos en Miraflores, en calles contiguas. Como la escuela que frecuentábamos se encontraba en Lima, mis padres le pidieron que nos acompañara en el viaje, que entonces era complicado, ya que había que tomar ómnibus y luego tranvía. Todas las mañanas venía a buscarnos y partíamos cogidos de su mano. Gracias a este servicio que nos prestaba, mis padres le tenían mucho aprecio y una o dos veces al mes la invitaban a tomar el té. Pasado un tiempo, la señorita Fabiola se mudó a Lima con su mamá y su hermana mayor, a un departamento que estaba muy cerca del colegio. Por nuestra parte, fuimos matriculados en un colegio de Miraflores. Así, Fabiola dejó de ser nuestra maestra y nuestra vecina, pero nuestro contacto con ella se mantuvo. ́ ́Año del Bicentenario del Perú: 200 años de independencia ́ ́ I.EP. “SOR INÉS” PROFESORA: YANET DEL PILAR APONTE VEGA Una noche la invitamos a cenar. Como el ómnibus se detenía a varias cuadras de la casa me encargaron que fuera a buscarla al paradero. Yo fui con mi bicicleta con la intención de acompañarla lentamente. Pero cuando la señorita Fabiola descendió del ómnibus la vi tan chiquita que le propuse llevarla sentada en el travesaño de mi vehículo. Ella aceptó, pues las calles eran sombrías y no había testigos. Ella se acomodó en el fierro y emprendí el viaje rumbo a casa. Antes de llegar había que dar una curva cerrada. Tal vez el piso estaba húmedo o calculé mal la velocidad, pero lo cierto es que la bicicleta patinó y los dos nos fuimos de cabeza a una acequia de agua fangosa. Cuando llegamos a casa, mis padres se pusieron furiosos y me enviaron esa noche a comer a la cocina. Volví a ver a Fabiola solo una vez, muchísimos años más tarde. De su cartera extrajo uno de mis libros y me lo mostró, diciendo que lo había leído de principio a fin -estaba en realidad subrayado en muchas partes- añadiendo que estaba feliz de que uno de sus viejos alumnos fuera escritor. Me pidió, como es natural, que le pusiera una dedicatoria. Traté de inventar algo simpático y original, pero sólo se me ocurrió: "A Fabiola, mi maestra, quien me enseñó a escribir". Y tuve la impresión de que nunca había dicho nada más cierto. (Busca en el texto una expresión que demuestre lo que has marcado en cada caso.)
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