-Vamos, vamos, no se burlen de mí, queridos -replicó la señorita Marple plácidamente-. Creen que por haber vivido toda mi vida en este apartado rincón del mundo probablemente no he tenido ninguna experiencia interesante.
-Dios no permita que considere la vida de un pueblo como apacible y monótona -replicó Raymond acaloradamente-. ¡Nunca más después de las horribles revelaciones que acabamos de oír de tus labios! El mundo cosmopolita parece tranquilo y pacífico comparado con St. Mary Mead.
-Bueno, querido -dijo la señorita Marple-, la naturaleza humana es la misma en todas partes y, claro está, en un pueblecito se tienen más ocasiones de observarla de cerca.
-Es usted realmente única, tía Jane –exclamó Joyce-. Espero que no le importará que la llame tía Jane -agregó-. No sé por qué lo hago.
-¿Seguro que no, querida? -replicó la señorita Marple.
Y la contempló con una mirada tan burlona por unos instantes, que las mejillas de la muchacha se arrebolaran. Raymond carraspeó para aclararse la garganta de un modo algo embarazoso.
La señorita Marple volvió a contemplarlos sonriente y luego dedicó de nuevo su atención a su labor de punto.
-Es cierto que he llevado lo que se llama una vida tranquila, pero he tenido muchas experiencias resolviendo pequeños problemas que han ido surgiendo a mi alrededor. Algunos verdaderamente ingeniosos, pero de nada serviría contárselos, ya que son cosas de poca importancia y no les interesarían, como por ejemplo: “¿Quién cortó las mallas de la bolsa dela señora Jones?” y “¿Por qué la señora Simons sólo se puso una vez su abrigo de pieles nuevo?” Cosas realmente interesantes para cualquiera que guste de estudiar la naturaleza humana. No, la única experiencia que recuerdo que pueda tener interés para ustedes es la de mi pobre sobrina Mabel y su esposo. Ocurrió hace diez o quince años y, por fortuna, todo acabó y nadie lo recuerda. La memoria de las gentes es muy mala, afortunadamente.
La señorita Marple hizo una pausa mientras murmuraba para sí:
-Tengo que contar esta vuelta. El menguado es un poco difícil. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y luego se menguan tres. Eso es. ¿Qué estaba diciendo? Oh, sí, hablaba de la pobre Mabel. Mabel era mi sobrina. Una muchacha simpática y muy agradable, sólo que lo que podríamos decir un poco tonta. Le gusta armar un drama por cualquier cosa, siempre que se enfada, y dice muchas más cosas de las que piensa. Se casó con un tal señor Denman cuando tenía veintidós años y me temo que no fue muy feliz en su matrimonio. Yo había esperado que aquella boda no llegara a celebrarse, ya que el tal señor Denman parecía un hombre de temperamento violento y no la clase de persona que hubiera sabido tener paciencia con las debilidades de Mabel. Y también porque supe que en su familia había habido algunos casos de locura. No obstante, entonces las muchachas eran tan obstinadas como ahora y como lo serán siempre, y Mabel se casó con él.
“Después de su matrimonio no la vi muy a menudo. Vino a pasar unos días a mi casa un par de veces y me invitaron a la suya en varias ocasiones, pero, a decir verdad, no me gusta mucho estar en casas ajenas y siempre me las arreglé para excusarme. Llevaban diez años casados cuando el señor Denman falleció repentinamente. No habían tenido hijos y dejaba todo su dinero a Mabel. Yo le escribí, como es natural, ofreciéndome a hacerle compañía si me necesitaba, pero me contestó con una carta muy sensata y yo imaginé que no estaba demasiado abatida por la pena. Lo juzgué natural sabiendo que desde hacía algún tiempo hacían vidas separadas. No fue hasta unos tres meses después cuando recibí una carta de lo más histérica de mi sobrina, en la que me pedía que acudiera a su lado, que las cosas iban de mal en peor y que no sería capaz de soportarlo por mucho más tiempo.
“Así que, por supuesto, recogí mis cosas, llevé la vajilla de plata al banco y acudí en seguida. Encontré a Mabel muy nerviosa. La casa, Myrtle Dene, era muy grande y estaba magníficamente amueblada. Tenían cocinera, doncella, así como una enfermera que cuidaba del anciano señor Denman, padre del esposo de Mabel, quien estaba lo que se dice “un poco mal de la cabeza”. Era un hombre tranquilo y se portaba bien, aunque a veces era algo raro. Como ya he dicho, había habido casos de locura en la familia.
Ahora, tía Jane, te toca a ti -dijo Raymond West.
-Sí, tía Jane, esperamos algo verdaderamente sabroso -exclamó en tono festivo Joyce Lempriére.
-Vamos, vamos, no se burlen de mí, queridos -replicó la señorita Marple plácidamente-. Creen que por haber vivido toda mi vida en este apartado rincón del mundo probablemente no he tenido ninguna experiencia interesante.
-Dios no permita que considere la vida de un pueblo como apacible y monótona -replicó Raymond acaloradamente-. ¡Nunca más después de las horribles revelaciones que acabamos de oír de tus labios! El mundo cosmopolita parece tranquilo y pacífico comparado con St. Mary Mead.
-Bueno, querido -dijo la señorita Marple-, la naturaleza humana es la misma en todas partes y, claro está, en un pueblecito se tienen más ocasiones de observarla de cerca.
-Es usted realmente única, tía Jane –exclamó Joyce-. Espero que no le importará que la llame tía Jane -agregó-. No sé por qué lo hago.
-¿Seguro que no, querida? -replicó la señorita Marple.
Y la contempló con una mirada tan burlona por unos instantes, que las mejillas de la muchacha se arrebolaran. Raymond carraspeó para aclararse la garganta de un modo algo embarazoso.
La señorita Marple volvió a contemplarlos sonriente y luego dedicó de nuevo su atención a su labor de punto.
-Es cierto que he llevado lo que se llama una vida tranquila, pero he tenido muchas experiencias resolviendo pequeños problemas que han ido surgiendo a mi alrededor. Algunos verdaderamente ingeniosos, pero de nada serviría contárselos, ya que son cosas de poca importancia y no les interesarían, como por ejemplo: “¿Quién cortó las mallas de la bolsa dela señora Jones?” y “¿Por qué la señora Simons sólo se puso una vez su abrigo de pieles nuevo?” Cosas realmente interesantes para cualquiera que guste de estudiar la naturaleza humana. No, la única experiencia que recuerdo que pueda tener interés para ustedes es la de mi pobre sobrina Mabel y su esposo. Ocurrió hace diez o quince años y, por fortuna, todo acabó y nadie lo recuerda. La memoria de las gentes es muy mala, afortunadamente.
La señorita Marple hizo una pausa mientras murmuraba para sí:
-Tengo que contar esta vuelta. El menguado es un poco difícil. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y luego se menguan tres. Eso es. ¿Qué estaba diciendo? Oh, sí, hablaba de la pobre Mabel. Mabel era mi sobrina. Una muchacha simpática y muy agradable, sólo que lo que podríamos decir un poco tonta. Le gusta armar un drama por cualquier cosa, siempre que se enfada, y dice muchas más cosas de las que piensa. Se casó con un tal señor Denman cuando tenía veintidós años y me temo que no fue muy feliz en su matrimonio. Yo había esperado que aquella boda no llegara a celebrarse, ya que el tal señor Denman parecía un hombre de temperamento violento y no la clase de persona que hubiera sabido tener paciencia con las debilidades de Mabel. Y también porque supe que en su familia había habido algunos casos de locura. No obstante, entonces las muchachas eran tan obstinadas como ahora y como lo serán siempre, y Mabel se casó con él.
“Después de su matrimonio no la vi muy a menudo. Vino a pasar unos días a mi casa un par de veces y me invitaron a la suya en varias ocasiones, pero, a decir verdad, no me gusta mucho estar en casas ajenas y siempre me las arreglé para excusarme. Llevaban diez años casados cuando el señor Denman falleció repentinamente. No habían tenido hijos y dejaba todo su dinero a Mabel. Yo le escribí, como es natural, ofreciéndome a hacerle compañía si me necesitaba, pero me contestó con una carta muy sensata y yo imaginé que no estaba demasiado abatida por la pena. Lo juzgué natural sabiendo que desde hacía algún tiempo hacían vidas separadas. No fue hasta unos tres meses después cuando recibí una carta de lo más histérica de mi sobrina, en la que me pedía que acudiera a su lado, que las cosas iban de mal en peor y que no sería capaz de soportarlo por mucho más tiempo.
“Así que, por supuesto, recogí mis cosas, llevé la vajilla de plata al banco y acudí en seguida. Encontré a Mabel muy nerviosa. La casa, Myrtle Dene, era muy grande y estaba magníficamente amueblada. Tenían cocinera, doncella, así como una enfermera que cuidaba del anciano señor Denman, padre del esposo de Mabel, quien estaba lo que se dice “un poco mal de la cabeza”. Era un hombre tranquilo y se portaba bien, aunque a veces era algo raro. Como ya he dicho, había habido casos de locura en la familia.