Había una vez un chico y una chica que eran amigos desde la infancia porque vivían en el mismo pueblo y eran vecinos. Se llevaban muy bien y a menudo solían merendar juntos y dar paseos por el campo al salir de la escuela.
El muchacho era muy travieso y aficionado a gastarle bromas a su amiga. A veces, se escondía tras las puertas para darle un susto o le contaba cosas inverosímiles y fantasiosas para que ella se las creyera. Después, cuando veía su cara de asombro, se partía de risa. En una palabra, le encantaba hacer payasadas y la chica era casi siempre el blanco de sus guasas.
Un día que lloviznaba, la muchacha estaba en casa y su madre le dijo:
– ¡Hija, la lluvia lo está empapando todo! Ve corriendo y trae la ropa que hay en el tendedero junto al cementerio, antes de que sea demasiado tarde.
– Ahora mismo, mamá. Enseguida vuelvo.
La chica salió disparada mirando de reojo los nubarrones sobre su cabeza ¡Estaba a punto de caer una buena tormenta!
Llegó al tendedero y se dio toda la prisa que pudo. Descolgó la ropa y la metió en un cesto de mimbre. Cuando iba a levantarlo para regresar a su casa, vio que sobre una tumba había una figura con forma humana, totalmente vestida de blanco. Estaba sentada y no se le veía la cara porque la llevaba tapada con un birrete como el que llevan los fantasmas.
Para ser sinceros, su aspecto era el de un fantasma de verdad, pero no se asustó lo más mínimo porque pensó que era su amigo bromista que, una vez más, quería burlarse de ella. Sin vacilar ni un momento, se acercó a paso veloz a la supuesta aparición.
– ¡Serás tonto!… ¡Si crees que vas a asustarme estás muy equivocado! ¡Estoy harta de tus bromitas pesadas!
Y levantando el brazo muy enfadada, le dio un fuerte empujón y volvió a por el cesto de ropa limpia.
Cuál sería su sorpresa cuando, al llegar a casa, vio que su amigo estaba por allí, jugando con su perro labrador, como si nada hubiera pasado.
– ¡Qué raro! ¿Cómo ha podido llegar antes que yo?…
Extrañadísima, la joven fue a la cocina y ayudó a su madre a doblar la ropa seca que acababa de traer del tendedero. Entre el montón de prendas, encontró una capucha igual que la que llevaba el fantasma. No había explicación posible.
– ¿Quién habrá puesto este capirote en mi cesto? ¡No entiendo nada!
Empezó a asustarse de verdad. Le contó a su madre lo que le había sucedido en el cementerio y decidieron pedir una cita con el sabio del pueblo, a ver si podía aclarar el misterio. El anciano les recibió con solemnidad.
– Díganme… ¿En qué puedo ayudarles?
– Verá, señor… Creo que mi hija se encontró ayer con un auténtico fantasma. El caso es que ella le dio un empujón creyendo que era un amigo suyo disfrazado, pero al llegar a casa apareció, como por arte de magia, un birrete blanco en el cesto de la ropa ¿Qué cree usted que debemos hacer?
El viejo sabio se sobresaltó.
– ¡Qué coincidencia! Esta misma mañana un vecino me ha contado que vio un fantasma sin capucha sobre una tumba del cementerio ¡Debemos devolvérsela cuanto antes o una desgracia caerá sobre nuestra comunidad!
La chica sintió un escalofrío.
– ¿Una desgracia? ¿Por qué?
El hombre, que de enigmas sabía bastante, le contestó con voz grave y ceremoniosa.
– Pues porque nadie debe importunar a los seres del más allá que nos visitan y tú le has empujado sin piedad. Hay que respetarles para que ellos nos respeten a nosotros. Salgamos a la calle y reunámonos con los vecinos. Te acompañaremos para que no tengas miedo y repararás el daño causado devolviéndole el birrete.
En pocos minutos, la chica y unas veinte personas más, tomaron el camino del cementerio. Encontraron al fantasma sentado cabizbajo sobre una tumba de piedra, desgastada por el paso de los años. Por supuesto, no tenía nada tapándole la cabeza.
Todos se quedaron en silencio. La joven sostenía el birrete con sus manos temblorosas. Atemorizada, dio unos pasos al frente para acercarse al espectro, que la miraba fijamente con cara de pocos amigos. Haciendo un esfuerzo por parecer valiente, levantó los brazos y con cuidado le puso la capucha sobre la cabeza. Después, le preguntó:
– ¿Ya estás contento?
El fantasma, todavía enfadado, se abalanzó sobre la muchacha y le correspondió con otro empujón. La muchacha cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. Acto seguido, le contestó con ironía:
– ¡Sí, ya estoy contento! Tú me empujaste a mí y ahora yo te he empujado a ti ¡Ya estamos en paz! Ah, por cierto… ¡Gracias por devolverme el birrete!
Y sin decir nada más, el fantasma se metió en la tumba y desapareció bajo tierra para siempre.
Había una vez un chico y una chica que eran amigos desde la infancia porque vivían en el mismo pueblo y eran vecinos. Se llevaban muy bien y a menudo solían merendar juntos y dar paseos por el campo al salir de la escuela.
El muchacho era muy travieso y aficionado a gastarle bromas a su amiga. A veces, se escondía tras las puertas para darle un susto o le contaba cosas inverosímiles y fantasiosas para que ella se las creyera. Después, cuando veía su cara de asombro, se partía de risa. En una palabra, le encantaba hacer payasadas y la chica era casi siempre el blanco de sus guasas.
Un día que lloviznaba, la muchacha estaba en casa y su madre le dijo:
– ¡Hija, la lluvia lo está empapando todo! Ve corriendo y trae la ropa que hay en el tendedero junto al cementerio, antes de que sea demasiado tarde.
– Ahora mismo, mamá. Enseguida vuelvo.
La chica salió disparada mirando de reojo los nubarrones sobre su cabeza ¡Estaba a punto de caer una buena tormenta!
Llegó al tendedero y se dio toda la prisa que pudo. Descolgó la ropa y la metió en un cesto de mimbre. Cuando iba a levantarlo para regresar a su casa, vio que sobre una tumba había una figura con forma humana, totalmente vestida de blanco. Estaba sentada y no se le veía la cara porque la llevaba tapada con un birrete como el que llevan los fantasmas.
Para ser sinceros, su aspecto era el de un fantasma de verdad, pero no se asustó lo más mínimo porque pensó que era su amigo bromista que, una vez más, quería burlarse de ella. Sin vacilar ni un momento, se acercó a paso veloz a la supuesta aparición.
– ¡Serás tonto!… ¡Si crees que vas a asustarme estás muy equivocado! ¡Estoy harta de tus bromitas pesadas!
Y levantando el brazo muy enfadada, le dio un fuerte empujón y volvió a por el cesto de ropa limpia.
Cuál sería su sorpresa cuando, al llegar a casa, vio que su amigo estaba por allí, jugando con su perro labrador, como si nada hubiera pasado.
– ¡Qué raro! ¿Cómo ha podido llegar antes que yo?…
Extrañadísima, la joven fue a la cocina y ayudó a su madre a doblar la ropa seca que acababa de traer del tendedero. Entre el montón de prendas, encontró una capucha igual que la que llevaba el fantasma. No había explicación posible.
– ¿Quién habrá puesto este capirote en mi cesto? ¡No entiendo nada!
Empezó a asustarse de verdad. Le contó a su madre lo que le había sucedido en el cementerio y decidieron pedir una cita con el sabio del pueblo, a ver si podía aclarar el misterio. El anciano les recibió con solemnidad.
– Díganme… ¿En qué puedo ayudarles?
– Verá, señor… Creo que mi hija se encontró ayer con un auténtico fantasma. El caso es que ella le dio un empujón creyendo que era un amigo suyo disfrazado, pero al llegar a casa apareció, como por arte de magia, un birrete blanco en el cesto de la ropa ¿Qué cree usted que debemos hacer?
El viejo sabio se sobresaltó.
– ¡Qué coincidencia! Esta misma mañana un vecino me ha contado que vio un fantasma sin capucha sobre una tumba del cementerio ¡Debemos devolvérsela cuanto antes o una desgracia caerá sobre nuestra comunidad!
La chica sintió un escalofrío.
– ¿Una desgracia? ¿Por qué?
El hombre, que de enigmas sabía bastante, le contestó con voz grave y ceremoniosa.
– Pues porque nadie debe importunar a los seres del más allá que nos visitan y tú le has empujado sin piedad. Hay que respetarles para que ellos nos respeten a nosotros. Salgamos a la calle y reunámonos con los vecinos. Te acompañaremos para que no tengas miedo y repararás el daño causado devolviéndole el birrete.
En pocos minutos, la chica y unas veinte personas más, tomaron el camino del cementerio. Encontraron al fantasma sentado cabizbajo sobre una tumba de piedra, desgastada por el paso de los años. Por supuesto, no tenía nada tapándole la cabeza.
Todos se quedaron en silencio. La joven sostenía el birrete con sus manos temblorosas. Atemorizada, dio unos pasos al frente para acercarse al espectro, que la miraba fijamente con cara de pocos amigos. Haciendo un esfuerzo por parecer valiente, levantó los brazos y con cuidado le puso la capucha sobre la cabeza. Después, le preguntó:
– ¿Ya estás contento?
El fantasma, todavía enfadado, se abalanzó sobre la muchacha y le correspondió con otro empujón. La muchacha cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. Acto seguido, le contestó con ironía:
– ¡Sí, ya estoy contento! Tú me empujaste a mí y ahora yo te he empujado a ti ¡Ya estamos en paz! Ah, por cierto… ¡Gracias por devolverme el birrete!
Y sin decir nada más, el fantasma se metió en la tumba y desapareció bajo tierra para siempre.