Colombia es un país bastante curioso. Todo el mundo habla de paz en abstracto, mientras la guerra y las más variadas violencias son pan de cada día y lo único tangible para las comunidades más marginadas del país. Sin embargo, mientras todos hablan de paz en abstracto, hablar de paz en términos concretos ha sido prácticamente criminalizado. El propio presidente Santos ha dicho que nadie más que su gobierno puede inmiscuirse en temas de paz, que sólo él tiene la dichosa llave de la paz[1].
Cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de los procesos de diálogo fallidos del pasado (La Uribe, San Vicente del Cagúan), cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de las fuentes de la violencia en Colombia, las causas estructurales de ésta, y que más aún, propone transformaciones sociales para lograr una paz orgánica (a diferencia de, digamos, la paz de los cementerios) es inmediatamente tachada de áulico del “terrorismo”. Cualquier persona que llega a la conclusión honesta de que sin justicia social no habrá paz, que éste es el prerrequisito para una coexistencia civilizada es inmediatamente estigmatizada desde los círculos dominantes. Cualquier persona que busca el diálogo político, es inmediatamente señalada por intentar dar “oxígeno a la guerrilla”. Si, todos hablan de paz en abstracto pero cualquier movimiento efectivo para lograr algún avance hacia una paz orgánica, con justicia social, efectiva, es criminalizado.
A raíz de los comunicados del comandante de las FARC-EP Timoleón Jiménez en los cuales llama en términos bien concretos a retomar el diálogo, proponiendo como punto de partida la agenda inconclusa del Cagúan, el tema del diálogo político ha sido puesto nuevamente en la agenda política[2]. Desde luego, la mayoría de los medios han reaccionado histéricamente contra la propuesta de la insurgencia, aunque las voces críticas ya han comenzado a hacerse notar, demostrando que existen fisuras en el consenso militarista impuesto a sangre y fuego desde la larga noche uribista.
Colombia es un país bastante curioso. Todo el mundo habla de paz en abstracto, mientras la guerra y las más variadas violencias son pan de cada día y lo único tangible para las comunidades más marginadas del país. Sin embargo, mientras todos hablan de paz en abstracto, hablar de paz en términos concretos ha sido prácticamente criminalizado. El propio presidente Santos ha dicho que nadie más que su gobierno puede inmiscuirse en temas de paz, que sólo él tiene la dichosa llave de la paz[1].
Cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de los procesos de diálogo fallidos del pasado (La Uribe, San Vicente del Cagúan), cualquier persona que aborda de manera seria el estudio de las fuentes de la violencia en Colombia, las causas estructurales de ésta, y que más aún, propone transformaciones sociales para lograr una paz orgánica (a diferencia de, digamos, la paz de los cementerios) es inmediatamente tachada de áulico del “terrorismo”. Cualquier persona que llega a la conclusión honesta de que sin justicia social no habrá paz, que éste es el prerrequisito para una coexistencia civilizada es inmediatamente estigmatizada desde los círculos dominantes. Cualquier persona que busca el diálogo político, es inmediatamente señalada por intentar dar “oxígeno a la guerrilla”. Si, todos hablan de paz en abstracto pero cualquier movimiento efectivo para lograr algún avance hacia una paz orgánica, con justicia social, efectiva, es criminalizado.
A raíz de los comunicados del comandante de las FARC-EP Timoleón Jiménez en los cuales llama en términos bien concretos a retomar el diálogo, proponiendo como punto de partida la agenda inconclusa del Cagúan, el tema del diálogo político ha sido puesto nuevamente en la agenda política[2]. Desde luego, la mayoría de los medios han reaccionado histéricamente contra la propuesta de la insurgencia, aunque las voces críticas ya han comenzado a hacerse notar, demostrando que existen fisuras en el consenso militarista impuesto a sangre y fuego desde la larga noche uribista.