En el norte de Turambul, había una vez una señora que era la peor señora del mundo. Era gorda como un hipopótamo, fumaba puro y tenía dos colmillos puntiagudos y brillantes. Además, usaba botas de pico y tenía unas uñas grandes y filosas con las que le gustaba rasguñar a la gente. A sus cinco hijos les pegaba cuando sacaban malas calificaciones en la escuela, y también cuando sacaban dieces. Los castigaba cuando se portaban bien y cuando se portaban mal. Les echaba jugo de limón en los ojos lo mismo si hacían travesuras que si le ayudaban a barrer la casa o a lavar los platos de la comida. Además de todo, en el desayuno les servía comida para perros. El que no se la comiera debía saltar la cuerda ciento veinte veces, hacer cincuenta sentadillas y dormir en el gallinero. Los niños del vecindario se echaban a correr cuando veían que ella se acercaba. Lo mismo sucedía con los señores y las señoras y los viejitos y las viejitas y los policías y los dueños de las tiendas. Hasta los gatos y las gaviotas y las cucarachas sabían que su vida peligraba cerca de la malvada mujer. A las hormigas ni les pasaba por la cabeza hacer su hormiguero cerca de su casa porque sabían que la señora les echaría encima agua caliente. Hasta que un día sus hijos y todos los habitantes del pueblo se cansaron de ella y prefirieron huir de allí porque temían por sus vidas. Desde entonces, las plazas estaban vacías, ya no ladraban los perros en las calles ni volaban los pajaritos en el cielo ni buscaban flores las abejas. Sólo se oía el silbido del viento y el repiquetear de las gotas de lluvia contra los tejados de las casas. Fue así como la mala mujer se quedó sola, solicita, sin nadie a quien molestar o rasguñar. El único ser que aún vivía allí era una paloma mensajera que se había quedado atrapada en la jaula de una casa vecina. La espantosa mujer se divertía dándole de comer todos los días migas de pan mojadas en salsa de chile y agua revuelta con vinagre. Unas veces le arrancaba una pluma y otras le torcía los dedos de las patas. Cuando la pobre paloma estaba a punto de morir, la señora, desesperada por no tener alguien a quien pegarle, reconoció que sólo ella podría ayudarla para atraer nuevamente a los habitantes del pueblo. Entonces decidió darle las migas de pan sin salsa de chile, el agua pura y, después de unos días, se atrevió a hacerle unas caricias. Cuando estaba convencida de que la paloma ya era su amiga y de que llevaría un mensaje a sus hijos y a los habitantes del pueblo, escribió un recadito, se lo puso en el pico y la echó a volar. A los cuantos días, los antiguos habitantes del pueblo volvieron, ya que la peor de todas las señoras del mundo les pidió disculpas en el recadito: Quiero que me perdonen. He recapacitado y creo que yo era una mala persona. Ya volveré a ser como era antes. Para que me lo crean, me voy a dejar pisar y rasguñar por todos los que quieran hacerlo. Al poco tiempo la gente volvió al pueblo, regresó a sus casas y con gran alegría rasguñó y pisó a la horrorosa mujer. Hasta que una noche, mientras todos dormían, la mala mujer construyó una alta muralla alrededor del pueblo para que ya nadie pudiera escapar de él. Quién sabe cómo lo haría. Lo cierto es que a la mañana siguiente, una alta muralla amaneció alrededor del pueblo. Y desde entonces, volvió a ser la peor, la más peor, la penosísima de todas las mujeres del mundo. Les pegaba cachetadas a sus hijos, mordía las orejas de los carpinteros, apagaba su puro en los ombligos de los taxistas, daba cocos en las cabezas de los niños, puntapiés a las viejitas, piquetes de ojos a los generales del ejército y reglazos en las manos de los policías. Luego le echaba carne podrida a los perros, rasguñaba con sus largas uñas las trompas de los elefantes, le torcía el cuello a las jirafas y se comía vivas a las indefensas tarántulas. Hasta los leones se portaban como gatitos cuando la veían, porque ella les jalaba tanto la melena que los dejaba pelones y con lágrimas en los ojos. Y qué decir de las flores: en unas cuantas horas no hubo una sola que conservara sus pétalos. Pero sucedió también que un buen día, mientras la señora dormía su siesta, todos los habitantes del pueblo se reunieron en la plaza central. El jefe de los bomberos dijo:
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