que caracteristicas del boom latinoamericano se encuentran en Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante la belleza inquietante de la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra. Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir misas sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único propósito de ver, aunque fuera por un instante el rostro de Remedios, la bella, de cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran y más les hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno cuando se quedó dormido sobre los rieles. Desde el momento en que se le vio en la iglesia, con un vestido de pana verde y un chaleco bordado, nadie puso en duda que iba desde muy lejos, tal vez de una remota ciudad del exterior, atraído por la fascinación mágica de Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan gallardo y reposado, de una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi junto a él habría parecido un sietemesino, y muchas mujeres murmuraron entre sonrisas de despecho que era él quien verdaderamente merecía la mantilla. No alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del domingo, como un príncipe de cuento, en un caballo con estribos de plata y gualdrapas de terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa. Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio en la iglesia todo el mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella, se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor sino también la muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa amarilla en la mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al paso de Remedios, la bella, y le ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con un gesto natural, como si hubiera estado preparada para aquel homenaje, y entonces se descubrió el rostro por un instante y dio las gracias con una sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no sólo para el caballero, sino para todos los hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un instante eterno.
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