Alguien que le encante leer y me ayude no se como hacer eso Cuando, en algún lugar, una campana sonó dos veces, el preso estaba sentado en su cama y con sus dos grandes manos nudosas se abrazaba las rodillas dobladas. Tal vez durante un minuto permaneciera inmóvil, como en suspenso, pero de repente dio un suspiro, estiró sus miembros y se irguió en la celda, enorme, desgarbado, la cabeza demasiado grande, los brazos demasiado largos y el pecho hundido Educa para la vida en Desarrollo Humano, Ciencia y Tecnología Su rostro no expresaba nada, salvo embotamiento o, quizás, una indiferencia inhumana. Sin embargo, antes de dirigirse a la puerta, cuya mirilla estaba cerrada, alzó el puño en dirección a uno de los muros. Al otro lado de ese muro había una celda idéntica, que pertenecía también a la zona de Máxima Seguridad de la Sante En ella, como en otras cuatro celdas, un condenado a muerte esperaba el indulto o al solemne grupo que acudiría a despertarlo una noche sin decir palabra. En los últimos cinco días, a cada hora, a cada minuto, aquel preso gemía, unas veces de una manera apagada y monótona, otras con gritos, lágrimas y aullidos de protesta. El de la celda 11 no lo había visto nunca ni sabía nada de él. Como máximo, por su voz, podía adivinar que su vecino era un hombre muy ¡oven. En ese momento la queja sonaba cansada y mecánica, mientras en los ojos del que acababa de levantarse relampagueó una chispa de odio y sus puños, de articulaciones salientes, se crisparon. La celda estaba iluminada, como es preceptivo en la zona de Máxima Seguridad. Normalmente, un vigilante se halla apostado en el corredor y abría cada hora los postigos de las celdas de los cinco condenados a muerte. Las manos del de la celda 11 acariciaron la cerradura con un gesto que el paroxismo de la angustia hacía solemne. Del corredor, de los patios, de las explanadas, de toda esa fortaleza llamada la Santé, de las calles que la rodean, de París, no llegaba ruido alguno. ¡Sólo el gemido del de la celda10! Y el de la 11, en un espasmo, estiró los dedos y se estremeció dos veces antes de tocarla puerta. La puerta se abrió. La silla del vigilante estaba vacía. Entonces el hombre comenzó a caminar muy aprisa, agachado, presa del vértigo. En su rostro, macilento, sólo los párpados de sus ojos verdosos estaban teñidos de rojo. Por tres veces retrocedió, porque se había confundido y se encontraba con puertas cerradas. Al fondo de un pasillo oyó unas voces: unos vigilantes, de guardia, fumaban y hablaban en voz alta. Al fin llegó a un patio donde el círculo luminoso de una linterna perforaba de vez en cuando la oscuridad. A cien metros de distancia, delante del portalón, un centinela pateaba en el suelo para combatir el frío. A través de una ventana iluminada se veía a un hombre, con la pipa en la boca, inclinada sobre un escritorio cubierto de papelotes. Al de la 11 le habría gustado releer la nota que había encontrado tres días antes pegada en el fondo de su escudilla, pero la había masticado y engullido, como el remitente le había recomendado. Y, aunque una hora antes todavía se sabía todas las palabras de memoria, ahora era incapaz de recordar con precisión algunos fragmentos 3. ¿Qué rasgos físicos del condenado nos da a conocer el autor? 4. ¿Qué permitía presumir que el de a celda 11 era joven?
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