EL GALEON SUMERGIDO El buzo exclamaba con voz salitrosa y amarga: -Aquí en tierra, entre los hombres egoístas, soy miserable. Pero allá, bajo el mar, entre los peces que guardan mi tesoro, soy rico y poderoso. Quienes lo escuchaban, ebrio y delirante, solían reír. Cada cual podía emborracharse y hablar tonterías. Tenía ojos de mojarra, grandes y sanguinolentos. Era extraño oírle exclamar que solo le servían para mirar las profundidades submarinas. Su cuerpo rechoncho, abollonado, parecía una foca grasosa que un tifón ártico hubiera arrojado a la playa. Vivía entre cascos desvencijados de balandros, astilleros de chalupa y ostras vacías. Transpiraba el mismo olor de la bahía de Cartagena, mezcla de algas asoleadas, sangre de sábalo y alquitrán envejecido. Su cubil era una especie de caramanchel construido con rotos timones de canoas, arboladuras desmanteladas y pedazos de escotillones calafateados con estopa. Sin embargo, permanecía más tiempo bajo el mar que a pleno sol remendando velas de goleta o bajo la enramada de mangles y palmas de coco. Contaba que, en puertos sureños, cuyos nombres había olvidado o no deseaba confesar, fue pescador de esponjas y que en el acantilado de una isla sin nombre descubrió un banco de madréporas y perlas. Hablaba de esas aventuras cuando buceaba caracoles y ostras en la bahía. Ni los zambullidores más expertos conseguían acompañarlo en todo el trayecto de sus inmersiones. -Bajo el muelle hay un mero inmenso! Me entré en su boca creyendo que era un túnel. Los isleños lo miraban con sus ojazos en blanco. -El otro día, entre las rocas, encontré una sirena dormida. Bien sabían que gustaba de exageraciones, pero cuando los botes pesqueros regresaban a la playa, era el suyo el que más caracoles traía, arrancados de lo más hondo del mar. Se había enraizado en la Playa del Arsenal como un ostión a la quilla de los barcos encallados. Imaginársela sin él era imposible. Por eso, tal vez, nadie sabía cómo ni cuándo apareció entre las jarcias abandonadas. Se rumoraba que borracho, lo dejó su barco, un salitrero chileno. ¡Habladurías! Ese barco y otros muchos llegaban constantemente a Cartagena sin que él hiciera el menor intento de abordarlos. Todos, sin embargo, atribuían su locura a la primera zambullida que hizo en la bahía para sacudirse el marasmo que le produjo al verse en un puerto extraño sin pasaporte, sin equipaje y sin nombre. Aquella tarde, midiendo el silencio como un pez, oteaba la vela distante de una chalupa. Algunos pescadores, inclinados sobre el muelle, tiraban sus curricanes. Se desnudó, dejándose apenas un trapo en la cintura. Pecho y brazos mostraban tatuajes de anilinas azules y rojas con dibujos de anclas, brújulas y salvavidas. Nada de mujeres desnudas ni corazones atravesados de puñales, propios de marineros de ocasión. Tras de persignarse, de un salto se hundió en las aguas. Lo último que se vio de él fue su desgreñada cabellera como un inmenso calamar negro que le persiguiera. Diez segundos, treinta, cincuenta, un minuto ... Los pescadores contaban el ritmo de sus pulsaciones y se miraban asombrados. ¿Se había ahogado? ¿Quién era? Allí estaban sus ropas: un pantalón de dril azul y una franela a listas. Allá en lo profundo se insinuaron sus brazos y piernas agitándose. Y de nuevo emergió a la superficie con estruendosos resoplidos. Tragó aire, su ancho cuello se abultó como macho carey en celo y volvió a perderse en las profundidades. Al subir al muelle exclamó asombrado: -Abajo hay un galeón sumergido! El capitán del puerto reparó en sus ropas grasientas y le volvió la espalda indiferente. Tuvo hambre. Aun cuando no poseía una sola moneda en su bolsillo, se sentía más rico que todos los armadores del mundo juntos: era dueño de un navío. Toda su vida deseó poseer una pequeña barca pesquera, sin que sus ahorros de marinero alcanzaran para comprarla. Y sorpresivamente, al zambullirse en un día de hastío, se encontró un barco. Inútilmente lo repetía en todos los tonos. Nadie le creía. Muchos habían enloquecido en el fondo del mar por la presión de las aguas sobre los tímpanos. Solicitó audiencia al gobernador. El portero dudó mucho antes de anunciarlo: -Un extraño dice tener algo muy importante que comunicarle. Yo no sé si está loco, señor. Le he dicho que usted no puede atenderlo porque es un funcionario muy ocupado. Ha insistido. ¡Por fin me contó al oído que ha descubierto en la bahía, bajo las aguas, un barco antiguo o algo así! -No me interrumpa para contarme idioteces! El buzo de pantalón azul y franela a rayas, bajó las escaleras desilusionado. El gobernador había sido su última esperanza. Fue entonces cuando comenzó a hablar de los hombres egoístas y de los peces gene- rosos. Buscó refugio allí, en la playa, cerca de su galeón sumergido. Mientras remendaba redes y velas no
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