huecos, los arroyos y sus desagües, las acequias y los riachuelos secos. Luego se embarcaron de nuevo, cruzaron a la otra orilla, y de este modo subieron corriente arriba, mientras la luna, destacándose serena sobre un cielo sin nubes, los ayudaba cuanto podía, a pesar de la distancia; hasta que llegó su hora, y se hundió por detrás del horizonte y, muy a pesar suyo, los abandonó. El misterio cubrió de nuevo los campos y el río. Entonces, a su alrededor, todo empezó a cambiar. El horizonte empezó a clarear, el campo y los árboles se hicieron más visibles. Todo parecía diferente, y perdía su misterio. Un pajarillo silbó y se calló, y una suave brisa susurró a través de los juncos y carrizos. La Rata, que estaba a la popa de la barca mientras el Topo remaba, se irguió de repente y escuchó con atención. El Topo, que apenas movía la barca mientras exploraba las orillas, la miró con sorpresa. —Se ha ido —suspiró la Rata, hundiéndose de nuevo en su asiento—. ¡Tan hermoso, y extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto, casi hubiera preferido no oírlo. Porque ha despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada vale la pena, excepto oír de nuevo aquel sonido, y seguir oyéndolo para siempre. ¡No! ¡Ahí está otra vez! —gritó irguiéndose de nuevo. Cautivada, se quedó en silencio un buen rato, como bajo un hechizo. —Ahora se aleja, casi no lo oigo —dijo al fin—. ¡Oh Topo! ¡Qué belleza! ¡La delicada, clara y alegre llamada de una flauta distante! Nunca había soñado con una música semejante y, sin embargo, su atracción es mayor que su dulzura. ¡Sigue remando, Topo! ¡La música y la llamada son para nosotros! El Topo, muy intrigado, obedeció.
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