Porque se desarrollo un espiritu creativo en paris en los años 20
geroglifico
Pocas ciudades han sido el centro de la creatividad mundial en una escala tan intensa como lo fue París en los años veinte. Había terminado la Primera Guerra Mundial y una juventud sacrificada pretendía saciar sus apetitos de esparcimiento tras los duros tiempos de la severidad y la sangre. A la vez se desató la imaginación de los artistas que escogieron la ciudad junto al Sena por sus económicas condiciones de vida y las facilidades que se ofrecían a la expansión cultural. Muchos norteamericanos acudieron al foco cegados por la vieja Europa liberal que lo aceptaba todo, lejos de los Estados Unidos de la prohibición, el puritanismo, la mojigatería cuáquera y el presidente Harding. Dos centros principales de reunión atraían en la ciudad: la casa de Gertrude Stein y la librería de Sylvia Beach. Stein pertenecía a una rica familia judía y junto a su hermano Leo se dedico a coleccionar arte. Fue una de las primeras promotoras de Picasso y a sus cuadros unió los de Matisse y Braque y de la anterior generación se aficionó a Cezanne. Junto a su compañera Alice B. Toklas mantenía un salón que era muy frecuentado por el propio Picasso, Hemingway y Ezra Pound. Sus valoraciones estéticas eran muy respetadas y podían edificar o destruir una reputación en una tarde de comentarios irónicos. Sylvia Beach fue a Europa con la Cruz Roja americana durante la guerra y después se estableció en París donde abrió una librería, Shakespeare & Company, muy frecuentada por André Gide, Paul Valéry, Jules Romains, Gertrude Stein, Hemingway y F. Scott Fitzgerald. Vendía libros pero también los prestaba a quienes no podían pagarlos y fue editora. Con su bolsillo publicó el Ulises de James Joyce y también las primeras obras de Beckett. Esos años vieron el éxito de los Ballets Rusos de Diaghilev y el escándalo tras el estreno del Rito de Primavera de Stravinsky. Jean Cocteau abrió su café Le Boeuf sur le toit y André Breton y Louis Aragón fundaron la revista Literatura que dio nacimiento al movimiento surrealista. El rumano Tristan Tzara promovía sus escándalos dadaístas y la escritora de origen cubano Anaïs Nin mantenía un tórrido romance con el proscrito Henry Miller. En los cafés Le Dome y La Coupole se reunía cada noche la crema de la intelectualidad y Marcel Proust acudía al exclusivo Hotel Ritz con regularidad observando la alta sociedad parisina con la acuciosidad de un relojero. Hemingway vivía pobremente en la calle del Cardenal Lemoine, detrás del Panteón, y nos legó un cuadro encantador de aquellos años en su libro póstumo París era una fiesta. La música tomaba nuevos derroteros con las composiciones de Darius Milhaud, Georges Auric, Poulenc y Honnegger. Eric Satie ideaba sus Gimnopédicas. Juan Gris, Duchamp, Leger, Arp, Picabia y Max Ernst experimentaban con formas y colores. Paul Valery escribía El cementerio marino, T.S. Eliot publicaba La tierra baldía y Ezra Pound concluía sus Cantos. Se pretendió liberar al hombre de las compulsiones civilizadas, del sensualismo ramplón y el letargo adonde es conducido por la organización social. Los surrealistas querían cerrar el camino a la razón y encontrar el vigor original de cada ser, hallar la reserva de energías, emancipar el espíritu sometiéndolo a una anarquía que le entregara su fuerza vital, su auténtica individualidad. Fue un intento de develar la fantasía y el absurdo que subyacen en lo cotidiano, de mostrar la magia que late en la aparente rutina, de hallar lo maravilloso que existe en lo real, hallar lo que de general hay en lo particular, subrayar lo universal en lo nacional. Fue una era donde se enfatizó la importancia del subconsciente y la irracionalidad, se manifestó una realidad diversa a lo evidente. La sublimación de los sueños y la libre experimentación con las formas presidieron todos los intentos creativos. Fue un tiempo de ruptura de tradiciones y de invención sin medida. Ello coincidió con los avances científicos y tecnológicos que permitieron considerar otros puntos de vista en la expresión artística y facilitó los medios de elaboración del producto cultural. La esencia de los símbolos, de las metáforas, de la sustitución de unos valores por otros desembocó en una reforma de la apreciación y en un arte libre. Después, la creación artística se politizó con el advenimiento de los totalitarismos y la resistencia necesaria a su noche oscura. La masacre de la Segunda Guerra Mundial terminó con aquella era feliz y despreocupada, con aquella fiesta perpetua de la imaginación.
Dos centros principales de reunión atraían en la ciudad: la casa de Gertrude Stein y la librería de Sylvia Beach. Stein pertenecía a una rica familia judía y junto a su hermano Leo se dedico a coleccionar arte. Fue una de las primeras promotoras de Picasso y a sus cuadros unió los de Matisse y Braque y de la anterior generación se aficionó a Cezanne. Junto a su compañera Alice B. Toklas mantenía un salón que era muy frecuentado por el propio Picasso, Hemingway y Ezra Pound. Sus valoraciones estéticas eran muy respetadas y podían edificar o destruir una reputación en una tarde de comentarios irónicos.
Sylvia Beach fue a Europa con la Cruz Roja americana durante la guerra y después se estableció en París donde abrió una librería, Shakespeare & Company, muy frecuentada por André Gide, Paul Valéry, Jules Romains, Gertrude Stein, Hemingway y F. Scott Fitzgerald. Vendía libros pero también los prestaba a quienes no podían pagarlos y fue editora. Con su bolsillo publicó el Ulises de James Joyce y también las primeras obras de Beckett.
Esos años vieron el éxito de los Ballets Rusos de Diaghilev y el escándalo tras el estreno del Rito de Primavera de Stravinsky. Jean Cocteau abrió su café Le Boeuf sur le toit y André Breton y Louis Aragón fundaron la revista Literatura que dio nacimiento al movimiento surrealista. El rumano Tristan Tzara promovía sus escándalos dadaístas y la escritora de origen cubano Anaïs Nin mantenía un tórrido romance con el proscrito Henry Miller.
En los cafés Le Dome y La Coupole se reunía cada noche la crema de la intelectualidad y Marcel Proust acudía al exclusivo Hotel Ritz con regularidad observando la alta sociedad parisina con la acuciosidad de un relojero. Hemingway vivía pobremente en la calle del Cardenal Lemoine, detrás del Panteón, y nos legó un cuadro encantador de aquellos años en su libro póstumo París era una fiesta.
La música tomaba nuevos derroteros con las composiciones de Darius Milhaud, Georges Auric, Poulenc y Honnegger. Eric Satie ideaba sus Gimnopédicas. Juan Gris, Duchamp, Leger, Arp, Picabia y Max Ernst experimentaban con formas y colores. Paul Valery escribía El cementerio marino, T.S. Eliot publicaba La tierra baldía y Ezra Pound concluía sus Cantos.
Se pretendió liberar al hombre de las compulsiones civilizadas, del sensualismo ramplón y el letargo adonde es conducido por la organización social. Los surrealistas querían cerrar el camino a la razón y encontrar el vigor original de cada ser, hallar la reserva de energías, emancipar el espíritu sometiéndolo a una anarquía que le entregara su fuerza vital, su auténtica individualidad. Fue un intento de develar la fantasía y el absurdo que subyacen en lo cotidiano, de mostrar la magia que late en la aparente rutina, de hallar lo maravilloso que existe en lo real, hallar lo que de general hay en lo particular, subrayar lo universal en lo nacional.
Fue una era donde se enfatizó la importancia del subconsciente y la irracionalidad, se manifestó una realidad diversa a lo evidente. La sublimación de los sueños y la libre experimentación con las formas presidieron todos los intentos creativos. Fue un tiempo de ruptura de tradiciones y de invención sin medida. Ello coincidió con los avances científicos y tecnológicos que permitieron considerar otros puntos de vista en la expresión artística y facilitó los medios de elaboración del producto cultural. La esencia de los símbolos, de las metáforas, de la sustitución de unos valores por otros desembocó en una reforma de la apreciación y en un arte libre.
Después, la creación artística se politizó con el advenimiento de los totalitarismos y la resistencia necesaria a su noche oscura. La masacre de la Segunda Guerra Mundial terminó con aquella era feliz y despreocupada, con aquella fiesta perpetua de la imaginación.