Tras publicar Déjame nacer , recibo abundante correspondencia de personas de todo el mundo manifestándome su grado de alarma por el cariz que está tomando la cultura de la muerte. A menudo me pregunto cómo hemos estado tan dormidos, cómo hemos podido permanecer impasibles mientras el enemigo trabajaba afanosamente. ¿Es tarde ya? ¿Es posible la esperanza? Sí, la hay; pero habrá que trabajar duro, sin descanso y desde todos los frentes: desde los púlpitos a los centros de enseñanza; desde las asociaciones de vecinos a los parlamentos. Y con todas las armas: la pluma, el micrófono, la cámara y la viva voz. Cada uno desde su tribuna o rincón.
En el libro abordo el entramado social de la cultura de la muerte cuya consecuencia más atroz es el asesinato de un ser inocente, con premeditación, tortura previa y sin juicio. El aborto es la acción más abominable de cuantas puede cometer un ser humano. La aceptación social del aborto es lo peor que le ha sucedido a la sociedad del siglo XXI. Que un hecho tan deleznable sea considerado como un derecho de la mujer no tiene precedentes en la historia.
Es cierto que siempre ha habido abortos, pero nadie jaleaba tal pecado y a nadie cabal se le hubiera ocurrido que una acción así podía ser considerada como buena y un logro de una sociedad avanzada. No lo es. El aborto, lejos de ser un avance de la sociedad del bienestar y una acción progresista, nos retrotrae a etapas de barbarie ya lejanas en el tiempo. El aborto es el genocidio del siglo XXI pero a diferencia de otros, ya juzgados, y de los que nos sentimos avergonzados, éste es legal, silencioso y cuenta entre sus defensores con una buena parte de la clase intelectual que a su vez coadyuva con la casta política de la izquierda en la retroalimentación de su “agitprop” rutinario.
Pero, ¿cómo hemos llegado al estado actual? ¿Cómo en un espacio tan corto de tiempo hemos interiorizado cuestiones que atentan contra el derecho natural y contra nuestra propia naturaleza? En el libro omito el análisis minucioso del proceso de descristianización que tuvo sus comienzos con la Ilustración, y parto directamente de los ideólogos de la cultura de la muerte, personas de gran relevancia intelectual dentro del pensamiento mal denominado progresista, que pasaron a la historia como iconos de la civilización. Reich, Kinsey, Mead, Sanger o Beauvoir abogaban por la eutanasia, la eugenesia, y el aborto como control de la población. Sus ideas –cultura de la muerte pura y dura—contaminaron el feminismo con ideas aviesas y falsas conductas naturales que, con el tiempo, forjarían a los nuevos líderes de la transgresión.
Tras publicar Déjame nacer , recibo abundante correspondencia de personas de todo el mundo manifestándome su grado de alarma por el cariz que está tomando la cultura de la muerte. A menudo me pregunto cómo hemos estado tan dormidos, cómo hemos podido permanecer impasibles mientras el enemigo trabajaba afanosamente. ¿Es tarde ya? ¿Es posible la esperanza? Sí, la hay; pero habrá que trabajar duro, sin descanso y desde todos los frentes: desde los púlpitos a los centros de enseñanza; desde las asociaciones de vecinos a los parlamentos. Y con todas las armas: la pluma, el micrófono, la cámara y la viva voz. Cada uno desde su tribuna o rincón.
En el libro abordo el entramado social de la cultura de la muerte cuya consecuencia más atroz es el asesinato de un ser inocente, con premeditación, tortura previa y sin juicio. El aborto es la acción más abominable de cuantas puede cometer un ser humano. La aceptación social del aborto es lo peor que le ha sucedido a la sociedad del siglo XXI. Que un hecho tan deleznable sea considerado como un derecho de la mujer no tiene precedentes en la historia.
Es cierto que siempre ha habido abortos, pero nadie jaleaba tal pecado y a nadie cabal se le hubiera ocurrido que una acción así podía ser considerada como buena y un logro de una sociedad avanzada. No lo es. El aborto, lejos de ser un avance de la sociedad del bienestar y una acción progresista, nos retrotrae a etapas de barbarie ya lejanas en el tiempo. El aborto es el genocidio del siglo XXI pero a diferencia de otros, ya juzgados, y de los que nos sentimos avergonzados, éste es legal, silencioso y cuenta entre sus defensores con una buena parte de la clase intelectual que a su vez coadyuva con la casta política de la izquierda en la retroalimentación de su “agitprop” rutinario.
Pero, ¿cómo hemos llegado al estado actual? ¿Cómo en un espacio tan corto de tiempo hemos interiorizado cuestiones que atentan contra el derecho natural y contra nuestra propia naturaleza? En el libro omito el análisis minucioso del proceso de descristianización que tuvo sus comienzos con la Ilustración, y parto directamente de los ideólogos de la cultura de la muerte, personas de gran relevancia intelectual dentro del pensamiento mal denominado progresista, que pasaron a la historia como iconos de la civilización. Reich, Kinsey, Mead, Sanger o Beauvoir abogaban por la eutanasia, la eugenesia, y el aborto como control de la población. Sus ideas –cultura de la muerte pura y dura—contaminaron el feminismo con ideas aviesas y falsas conductas naturales que, con el tiempo, forjarían a los nuevos líderes de la transgresión.