Se dividió en dos durante la hegemonía de Constantino (306-337 d.C.), pero ya desde el reinado de su predecesor, Diocleciano (284-305 d.C.), se había implantado la Tetrarquía, que separaba al Imperio en cuatro regiones, cada una bajo la dirección de una autoridad casi autónoma. Diocleciano conservó el mando imperial supremo pero cambió la capital de Roma a Milán, aunque él mismo fijó su residencia en la ciudad de Nicomedia, en Bitinia (hoy Turquía). Entre los muchos cambios que realizó Constantino deben destacarse dos: 1) la fundación de la ciudad de Constantinopla, en el maravilloso sitio ocupado por un pueblo llamado hasta entonces Bizancio, en el Bósforo, que se convirtió en la capital del Imperio romano en el año 330 d.C., y 2) la adopción del cristianismo como religión oficial del Estado. La separación del Imperio romano en occidental y oriental se acentuó con la invasión de los "bárbaros" (francos, alemanes, visigodos y godos) en Occidente; las ciudades dejaron de ser los centros de la población y la vida se hizo cada vez más rural. En cambio, en Oriente las actividades se concentraron cada vez más en Constantinopla, que se transformó en el centro de la cultura que se conoce como bizantina y que duró 1 000 años, hasta 1453, en que Constantinopla fue conquistada por los turcos.
La civilización bizantina era una combinación de cultura griega clásica, leyes romanas, cristianismo e influencias artísticas orientales. Mientras el Imperio romano occidental era invadido por los "bárbaros", Roma se transformaba en una pequeña comunidad cristiana y el resto de las ciudades se convertía en pueblos insignificantes, Constantinopla floreció como el centro del Imperio romano oriental, conocida como la "Nueva Roma", y los bizantinos se llamaban a sí mismos romanos.
Al lado del ocaso del Imperio romano occidental, el episodio más importante de esa época fue el surgimiento del cristianismo, primero como una secta religiosa menor y perseguida, pero muy pronto también como un movimiento cultural y político, que a finales del siglo Vd.C. ya tenía la fuerza suficiente para perseguir con éxito a sus antiguos perseguidores. Aparte de la relajación moral de la sociedad, del caos político, de los episodios de hambruna y de la miseria de grandes masas de la población, una serie de epidemias contribuyó a generar un ambiente favorable al crecimiento o retorno de las religiones paganas. La plaga de Orosio (125 d.C.), que se presentó después de la famosa invasión por la langosta que destruyó por completo las cosechas, costó la vida a más de 1 000 000 de personas en Numidia y en la costa de África; la plaga de Antonino (o de Galeno, porque fue la que obligó al famoso médico a abandonar Roma) que duró de 164 a 180 d.C. y de la que morían miles de personas al día en Roma; la plaga de Cipriano, de 251 a 266 d.C., posiblemente de sarampión, por su naturaleza extremadamente contagiosa y la afección frecuente de los ojos; y la plaga de 312 d.C., también de sarampión. Todas estas calamidades propiciaron que los cultos tradicionales a las deidades romanas de la familia, del hogar, del fuego, del campo, de la profesión y otras más se abandonaran, junto con la adoración al emperador (estaba muy lejos), y que se recuperaran antiguos dioses o se adoptaran otros nuevos, más poderosos y con mayor capacidad para proporcionar seguridad en este mundo e inmortalidad en el otro, como Mitra (de Persia), Sarapis (de Alejandría) o Cibeles (de Asia Menor). Estas religiones se conocen como "misteriosas" porque con frecuencia sus ritos eran secretos, pero en ellas podían participar todos los que lo desearan, al margen de clase económica, nivel social o raza; el culto era directo, sin la mediación de sacerdotes, y el premio la promesa de la vida eterna. Entre estas religiones paralelas al cristianismo debe destacarse otra, el maniqueísmo, de origen persa, que combinaba elementos de los ritos judaicos, cristianos y de Zoroastro. Según el profeta Maní, el mundo era el campo de guerra entre la luz y la oscuridad, la bondad y la maldad, el espíritu y la materia; el hombre poseía ambos, pero para dominar al mal y alcanzar la inmortalidad debía vivir una vida pura y rechazar todos sus deseos físicos. De no menor importancia, el culto a Esculapio no sólo se conservó sino que incrementó su prestigio, y fue la última de las religiones paganas que finalmente sucumbió ante la prevalencia del cristianismo, ya entrado el siglo IV de nuestra era.
EL IMPERIO ROMANO
Se dividió en dos durante la hegemonía de Constantino (306-337 d.C.), pero ya desde el reinado de su predecesor, Diocleciano (284-305 d.C.), se había implantado la Tetrarquía, que separaba al Imperio en cuatro regiones, cada una bajo la dirección de una autoridad casi autónoma. Diocleciano conservó el mando imperial supremo pero cambió la capital de Roma a Milán, aunque él mismo fijó su residencia en la ciudad de Nicomedia, en Bitinia (hoy Turquía). Entre los muchos cambios que realizó Constantino deben destacarse dos: 1) la fundación de la ciudad de Constantinopla, en el maravilloso sitio ocupado por un pueblo llamado hasta entonces Bizancio, en el Bósforo, que se convirtió en la capital del Imperio romano en el año 330 d.C., y 2) la adopción del cristianismo como religión oficial del Estado. La separación del Imperio romano en occidental y oriental se acentuó con la invasión de los "bárbaros" (francos, alemanes, visigodos y godos) en Occidente; las ciudades dejaron de ser los centros de la población y la vida se hizo cada vez más rural. En cambio, en Oriente las actividades se concentraron cada vez más en Constantinopla, que se transformó en el centro de la cultura que se conoce como bizantina y que duró 1 000 años, hasta 1453, en que Constantinopla fue conquistada por los turcos.
La civilización bizantina era una combinación de cultura griega clásica, leyes romanas, cristianismo e influencias artísticas orientales. Mientras el Imperio romano occidental era invadido por los "bárbaros", Roma se transformaba en una pequeña comunidad cristiana y el resto de las ciudades se convertía en pueblos insignificantes, Constantinopla floreció como el centro del Imperio romano oriental, conocida como la "Nueva Roma", y los bizantinos se llamaban a sí mismos romanos.
Al lado del ocaso del Imperio romano occidental, el episodio más importante de esa época fue el surgimiento del cristianismo, primero como una secta religiosa menor y perseguida, pero muy pronto también como un movimiento cultural y político, que a finales del siglo Vd.C. ya tenía la fuerza suficiente para perseguir con éxito a sus antiguos perseguidores. Aparte de la relajación moral de la sociedad, del caos político, de los episodios de hambruna y de la miseria de grandes masas de la población, una serie de epidemias contribuyó a generar un ambiente favorable al crecimiento o retorno de las religiones paganas. La plaga de Orosio (125 d.C.), que se presentó después de la famosa invasión por la langosta que destruyó por completo las cosechas, costó la vida a más de 1 000 000 de personas en Numidia y en la costa de África; la plaga de Antonino (o de Galeno, porque fue la que obligó al famoso médico a abandonar Roma) que duró de 164 a 180 d.C. y de la que morían miles de personas al día en Roma; la plaga de Cipriano, de 251 a 266 d.C., posiblemente de sarampión, por su naturaleza extremadamente contagiosa y la afección frecuente de los ojos; y la plaga de 312 d.C., también de sarampión. Todas estas calamidades propiciaron que los cultos tradicionales a las deidades romanas de la familia, del hogar, del fuego, del campo, de la profesión y otras más se abandonaran, junto con la adoración al emperador (estaba muy lejos), y que se recuperaran antiguos dioses o se adoptaran otros nuevos, más poderosos y con mayor capacidad para proporcionar seguridad en este mundo e inmortalidad en el otro, como Mitra (de Persia), Sarapis (de Alejandría) o Cibeles (de Asia Menor). Estas religiones se conocen como "misteriosas" porque con frecuencia sus ritos eran secretos, pero en ellas podían participar todos los que lo desearan, al margen de clase económica, nivel social o raza; el culto era directo, sin la mediación de sacerdotes, y el premio la promesa de la vida eterna. Entre estas religiones paralelas al cristianismo debe destacarse otra, el maniqueísmo, de origen persa, que combinaba elementos de los ritos judaicos, cristianos y de Zoroastro. Según el profeta Maní, el mundo era el campo de guerra entre la luz y la oscuridad, la bondad y la maldad, el espíritu y la materia; el hombre poseía ambos, pero para dominar al mal y alcanzar la inmortalidad debía vivir una vida pura y rechazar todos sus deseos físicos. De no menor importancia, el culto a Esculapio no sólo se conservó sino que incrementó su prestigio, y fue la última de las religiones paganas que finalmente sucumbió ante la prevalencia del cristianismo, ya entrado el siglo IV de nuestra era.