Una nueva tecnología no es una tecnología mejor; es una tecnología distinta
Un lector de e-books Kindle es una tecnología asombrosa. Es capaz de poner en nuestras manos, instantáneamente, cualquier novedad editorial que acaba de lanzarse al mercado sin movernos de casa, y sin importar en qué parte del mundo estemos. En sus 213 gramos de peso caben alrededor de 1100 títulos, años y años de lectura en nuestro bolsillo. Y además, su programa de autopublicación permite que autores desconocidos puedan potencialmente llegar a un público inmenso sin necesidad de una editorial.
Pero casi tan importante como lo que hace un Kindle es lo que no hace. Un libro de papel puede ser hojeado en segundos, y nos permite saltar de un punto a otro del texto, o empezarlo al azar por cualquier página. El e-book nos ata a la linealidad del botón de página hacía adelante y página hacía atrás, de la misma manera que el vinilo nos permitía soltar la aguja sobre cualquier punto del LP y el CD nos obliga a saltar de tema en tema.
El rico universo de la edición en papel, con sus distintas calidades de papel, tamaños, texturas y tipografías queda reducido en el Kindle a seis tipos distintos de letra. Un e-book es un texto; un libro además es un objeto.
Y luego están las cosas que un Kindle puede hacer pero que sería preferible que no hiciera, como permitir a Amazon borrar a distancia unilateralmente y sin aviso previo los libros que has comprado, o limitar el número de veces y el tiempo por el que puedes prestarle a un amigo un libro. Si un libro de papel es una posesión que se puede transmitir en herencia, comprar un ebook es firmar un contrato de alquiler cuyas condiciones de uso futuras son inciertas.
Porque el discurso de lo digital está íntimamente ligado a una noción de progreso irrevocable, Silicon Valley nos querrá convencer siempre de que toda transición hacía un nuevo sistema solo puede ser beneficiosa. Pero como todo aquello que es el resultado de un proceso de diseño, una tecnología descansa sobre un delicado balance entre logros y renuncias. Cuando la adoptamos, aceptamos entablar una negociación para decidir si estamos dispuestos a desprendernos de ciertas cosas a cambios de nuevas posibilidades. Así, como sociedad hemos decidido que a cambio de poder acceder instantáneamente a una cantidad infinita de música, no nos importa que su calidad de reproducción sea peor que en los años setenta del siglo pasado.
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Una nueva tecnología no es una tecnología mejor; es una tecnología distinta
Un lector de e-books Kindle es una tecnología asombrosa. Es capaz de poner en nuestras manos, instantáneamente, cualquier novedad editorial que acaba de lanzarse al mercado sin movernos de casa, y sin importar en qué parte del mundo estemos. En sus 213 gramos de peso caben alrededor de 1100 títulos, años y años de lectura en nuestro bolsillo. Y además, su programa de autopublicación permite que autores desconocidos puedan potencialmente llegar a un público inmenso sin necesidad de una editorial.
Pero casi tan importante como lo que hace un Kindle es lo que no hace. Un libro de papel puede ser hojeado en segundos, y nos permite saltar de un punto a otro del texto, o empezarlo al azar por cualquier página. El e-book nos ata a la linealidad del botón de página hacía adelante y página hacía atrás, de la misma manera que el vinilo nos permitía soltar la aguja sobre cualquier punto del LP y el CD nos obliga a saltar de tema en tema.
El rico universo de la edición en papel, con sus distintas calidades de papel, tamaños, texturas y tipografías queda reducido en el Kindle a seis tipos distintos de letra. Un e-book es un texto; un libro además es un objeto.
Y luego están las cosas que un Kindle puede hacer pero que sería preferible que no hiciera, como permitir a Amazon borrar a distancia unilateralmente y sin aviso previo los libros que has comprado, o limitar el número de veces y el tiempo por el que puedes prestarle a un amigo un libro. Si un libro de papel es una posesión que se puede transmitir en herencia, comprar un ebook es firmar un contrato de alquiler cuyas condiciones de uso futuras son inciertas.
Porque el discurso de lo digital está íntimamente ligado a una noción de progreso irrevocable, Silicon Valley nos querrá convencer siempre de que toda transición hacía un nuevo sistema solo puede ser beneficiosa. Pero como todo aquello que es el resultado de un proceso de diseño, una tecnología descansa sobre un delicado balance entre logros y renuncias. Cuando la adoptamos, aceptamos entablar una negociación para decidir si estamos dispuestos a desprendernos de ciertas cosas a cambios de nuevas posibilidades. Así, como sociedad hemos decidido que a cambio de poder acceder instantáneamente a una cantidad infinita de música, no nos importa que su calidad de reproducción sea peor que en los años setenta del siglo pasado.
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