December 2023 1 3 Report
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Opinión Un falso problema Por Enrique Lacolla | Periodista.

De un tiempo a esta parte, el aniversario del descubrimiento
de América se ha convertido en motivo de escándalo.
Historiadores de nuevo cuño y periodistas rivalizan en denostar al 12 de octubre, calificandolo como el comienzo de “las invasiones españolas” o usándolo como trampolín argumental para culpar a nuestros orígenes ibéricos de una presunta inclinación violenta en nuestro carácter. Con todo este retumbo y escándalo, presumen que dan un mentís a la historia oficial.
Parecen no darse cuenta, sin embargo, de que al proceder así están generando un falso problema, que distorsiona los orígenes de nuestra verdadera autoctonía y resulta funcional a los intereses que desde mucho tiempo atrás se esfuerzan por borrar entre nosotros la conciencia de nuestra realidad y conspiran para separarnos de ella.

Mestización
Es cierto que la conquista española estuvo marcada por la brutalidad, la matanza y la esclavización de las poblaciones indígenas. En eso no se distinguió de muchos hechos de esa laya que la precedieron o sucedieron en la historia del mundo.
Pero también estuvo en la base de un fenómeno original: la mestización que se convertiría en el toque distintivo de la cultura iberoamericana. La fusión intensiva de españoles, criollos, indios y negros que se extendió desde California hasta el estrecho de Magallanes, contrastó con la estricta separación racial y la indiferencia respecto del elemento indígena que distinguió a la colonización anglosajona de América del Norte.
Estas distancias entre uno y otro modelo colonizador pudieron estar determinadas, en parte, por la superfluidad de los aborígenes respecto de las necesidades de los colonos ingleses, puesto que al principio éstos no tenían minas ni plantaciones que requirieran del trabajo esclavo y a que cuando tuvieron necesidad de éste, apelaron a la importación de negros del África, como mano de obra más dócil y segura.
Pero esa distancia también surgió de la diferencia que había entre un credo católico que no asumía a los indios como “infieles”, secuaces de una religión que se oponía a la verdadera, sino como “paganos”, criaturas de Dios susceptibles de ser evangelizadas, y un protestantismo que veía a los indígenas como poco más que seres silvestres, tan indiferentes y tan prescindibles como los animales y los obstáculos que había en la naturaleza.
En su hora, ello consintió el exterminio de los aborígenes sin que se suscitara una protesta equivalente a la del padre Bartolomé de las Casas y sus seguidores en la España del siglo XVI; época no connotada, precisamente, ni en América ni en Europa, por la tolerancia y la vigencia del derecho de gentes.

La trampa divisionista
En la América de hoy, la persistencia de la leyenda negra de la conquista española (tan falsa como la leyenda dorada de ésta) y la eclosión de un indigenismo potenciado de manera interesada más allá de sus límites valederos, fungen como una pistola apuntando al corazón de nuestra esperanza unitaria.
La conquista y su secuela colonizadora nos dieron el castellano (o el portugués) como amalgama. Ese instrumento común viene a ser negado por la exaltación, más allá de todo límite sensato, de las “peculiaridades culturales” de las etnias sometidas.
La situación actual de éstas –a la que se dice pretender combatir– es parte de un problema social, mucho más que cultural.
El modelo económico dependiente que ha gravado nuestra historia desde las luchas por la emancipación, es el responsable real de esta situación. Otorgar a las reivindicaciones aborígenes un carácter peculiar, privilegiando su derecho a ser diferentes por encima de su derecho a ser iguales –esto es, a hablar en español y a participar del accionar de la comunidad política como protagonistas sociales y no étnicos–, es hacerle el juego al enemigo.
En la compleja trama de la política imperialista, difuminar el contorno de los problemas y hacer central a lo accesorio, es un recurso conocido. Una y otra vez, los latinoamericanos hemos sido arrastrados a falsas dicotomías que nos apartan de nuestro ser concreto.
El remedo simiesco y casi reflejo de las ideas del mundo dominante suele ser típico de quienes son incapaces de comprender su propia realidad y usarla como filtro para apropiarse de lo que viene de afuera. En esta mecánica, el rechazo al pasado español equivale a negarnos como seres situados en la historia.​

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