El viejo halcón al acecho de la joven liebre. Mis paseos se convirtieron en pesquisas para descubrir en cuál de las salas estaría, para ello tal vez necesitara saber qué le ocurría. Tema harto peliagudo si llegara a averiguarlo, pensé cargado de dudas fluctuantes. Ante el estéril titubeo, me decidí por una búsqueda intuitiva, perseverante y paciente. Ya habría tiempo para preguntas, pensé sometido a mi ignorancia, pues desconocía lo que el destino me deparaba en breve, cuyo objetivo no era más que una labor burocrática y cíclica.
Pensar como una muchacha de veinte y pocos años, flaca, solitaria, tímida.
Desde un ámbito rigurosamente detectivesco, podría alegar que en estas lides poseía más capacidad intuitiva que intelectual. Con descritas reflexiones fui aproximándome hasta el vestíbulo del hospital, donde confluía el grueso del público a tenor de las oficinas y la zona de urgencias bajo la sala de espera del mismo. Cruzado el pabellón principal, dominado por una estructura de arcos y columnas, diseminadas en las escalinatas de acceso, decenas de personas tomaban el sol de finales de Abril o esperaban para encontrase con alguien.
De imprevisto, un tipo camuflado en el interior de un pijama de la sanidad pública me pidió un cigarrillo entre expectoraciones y carrasperas.
– No gracias – Respondí agradecido por la pista y satisfecho por no haberle dado ni los buenos días, pues entregado como iba, guiado por una intuición armada de refranes propicios para cada situación: Saber más por viejo que por diablo; oler a aquel ser infame como el eventual listillo de profesión, sin errar dejo dicho, porque siguiendo su rastro comprobé su campo de acción calculando los beneficios en pitillos, monedas y bocadillos. Con el resultado multiplicado por horas y días obtuve una cifra más alta que la del salario mínimo interprofesional.
Así invertimos el tiempo los viejos, en causas absurdas a simple vista, pero de vital importancia en el reino de la senectud.
Respuesta:
El viejo halcón al acecho de la joven liebre. Mis paseos se convirtieron en pesquisas para descubrir en cuál de las salas estaría, para ello tal vez necesitara saber qué le ocurría. Tema harto peliagudo si llegara a averiguarlo, pensé cargado de dudas fluctuantes. Ante el estéril titubeo, me decidí por una búsqueda intuitiva, perseverante y paciente. Ya habría tiempo para preguntas, pensé sometido a mi ignorancia, pues desconocía lo que el destino me deparaba en breve, cuyo objetivo no era más que una labor burocrática y cíclica.
Pensar como una muchacha de veinte y pocos años, flaca, solitaria, tímida.
Síntomas visibles, diagnóstico posible, posición social, bulimia, anorexia, drogas, trastornos mentales, digestivos, respiratorios.
Desde un ámbito rigurosamente detectivesco, podría alegar que en estas lides poseía más capacidad intuitiva que intelectual. Con descritas reflexiones fui aproximándome hasta el vestíbulo del hospital, donde confluía el grueso del público a tenor de las oficinas y la zona de urgencias bajo la sala de espera del mismo. Cruzado el pabellón principal, dominado por una estructura de arcos y columnas, diseminadas en las escalinatas de acceso, decenas de personas tomaban el sol de finales de Abril o esperaban para encontrase con alguien.
De imprevisto, un tipo camuflado en el interior de un pijama de la sanidad pública me pidió un cigarrillo entre expectoraciones y carrasperas.
– No gracias – Respondí agradecido por la pista y satisfecho por no haberle dado ni los buenos días, pues entregado como iba, guiado por una intuición armada de refranes propicios para cada situación: Saber más por viejo que por diablo; oler a aquel ser infame como el eventual listillo de profesión, sin errar dejo dicho, porque siguiendo su rastro comprobé su campo de acción calculando los beneficios en pitillos, monedas y bocadillos. Con el resultado multiplicado por horas y días obtuve una cifra más alta que la del salario mínimo interprofesional.
Así invertimos el tiempo los viejos, en causas absurdas a simple vista, pero de vital importancia en el reino de la senectud.