Qué dicha la nuestra, la de ser considerados por el Maestro sal de la tierra y luz del mundo. Cuánta responsabilidad deposita en nuestra vida, porque Jesús no dice “tienen que ser”, sino “son”. Y lo somos porque hemos entrado a formar parte de su reino y, desde ese momento, nuestra vida se ha de asociar con Él. Sus valores han de ser los nuestros.
Jesús usa tres símbolos para definir nuestra identidad de seguidores suyos. Los tres tienen fuerza descriptiva de lo que es nuestra identidad cristiana.
Somos sal: ésta aparece como un elemento humilde en la condimentación de los alimentos. Se funde en ellos dándoles sabor. Ser auténticamente cristiano conlleva en sí un efecto real en nuestra vida de cada día, vivir desde la fe, la esperanza, el amor; conlleva ser consciente de que la fe que nos ha sido dada, la recibimos para expandirla. Para dar un tono nuevo a nuestra vida. Y esto, no desde el ruido o desde actitudes llamativas. Ser sal es dejar que la acción del espíritu por medio de nuestra acción, discreta, humilde, pero real, se expanda e impregne nuestra labor. Ha de ser como la sal. Su presencia pasa desapercibida; sólo su ausencia es notoria.
Somos luz: gracias a la luz podemos distinguir la realidad que nos rodea. Nos facilita desenvolvernos en ella con facilidad. Ser luz para otros es dejar que los valores de Jesús se manifiesten en nuestra vida y orienten nuestro camino. No caminamos en la noche. Seguimos a alguien que va con nosotros manifestando por dónde debemos seguir. Viviendo así, nos convertimos en luz para los otros. También facilitando a los demás el conocimiento de este Jesús que a nosotros nos motiva. Hay muchos momentos en que esto podemos llevarlo a cabo, desde nuestra relación más cercana, hasta nuestra actitud general ante la vida y los acontecimientos.
Una ciudad sobre un monte: otro símbolo fácil de entender. La ciudad sobre el monte está a la vista de todos. No cabe el ocultamiento. Es una referencia a la verdad y sinceridad que ha de presidir nuestra vida. Ser conscientes de que en todo momento estamos siendo observados. Nuestra vida no puede ocultarse bajo la mentira o la doble cara.
¿Somos realmente conscientes de que nuestra condición de cristianos es como la sal, la luz, la ciudad sobre un monte? Si no nos lo creemos, no podremos vivirlo. ¿Nos esmeramos en purificar nuestra vida para que sea realmente eso que Jesús nos ha dicho que somos? Si no lo cuidamos, la sal se volverá sosa, inservible. La luz se apagará. La ciudad será invisible para todos. No es lo que Jesús espera de ti y de mí.
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Qué dicha la nuestra, la de ser considerados por el Maestro sal de la tierra y luz del mundo. Cuánta responsabilidad deposita en nuestra vida, porque Jesús no dice “tienen que ser”, sino “son”. Y lo somos porque hemos entrado a formar parte de su reino y, desde ese momento, nuestra vida se ha de asociar con Él. Sus valores han de ser los nuestros.
Jesús usa tres símbolos para definir nuestra identidad de seguidores suyos. Los tres tienen fuerza descriptiva de lo que es nuestra identidad cristiana.
Somos sal: ésta aparece como un elemento humilde en la condimentación de los alimentos. Se funde en ellos dándoles sabor. Ser auténticamente cristiano conlleva en sí un efecto real en nuestra vida de cada día, vivir desde la fe, la esperanza, el amor; conlleva ser consciente de que la fe que nos ha sido dada, la recibimos para expandirla. Para dar un tono nuevo a nuestra vida. Y esto, no desde el ruido o desde actitudes llamativas. Ser sal es dejar que la acción del espíritu por medio de nuestra acción, discreta, humilde, pero real, se expanda e impregne nuestra labor. Ha de ser como la sal. Su presencia pasa desapercibida; sólo su ausencia es notoria.
Somos luz: gracias a la luz podemos distinguir la realidad que nos rodea. Nos facilita desenvolvernos en ella con facilidad. Ser luz para otros es dejar que los valores de Jesús se manifiesten en nuestra vida y orienten nuestro camino. No caminamos en la noche. Seguimos a alguien que va con nosotros manifestando por dónde debemos seguir. Viviendo así, nos convertimos en luz para los otros. También facilitando a los demás el conocimiento de este Jesús que a nosotros nos motiva. Hay muchos momentos en que esto podemos llevarlo a cabo, desde nuestra relación más cercana, hasta nuestra actitud general ante la vida y los acontecimientos.
Una ciudad sobre un monte: otro símbolo fácil de entender. La ciudad sobre el monte está a la vista de todos. No cabe el ocultamiento. Es una referencia a la verdad y sinceridad que ha de presidir nuestra vida. Ser conscientes de que en todo momento estamos siendo observados. Nuestra vida no puede ocultarse bajo la mentira o la doble cara.
¿Somos realmente conscientes de que nuestra condición de cristianos es como la sal, la luz, la ciudad sobre un monte? Si no nos lo creemos, no podremos vivirlo. ¿Nos esmeramos en purificar nuestra vida para que sea realmente eso que Jesús nos ha dicho que somos? Si no lo cuidamos, la sal se volverá sosa, inservible. La luz se apagará. La ciudad será invisible para todos. No es lo que Jesús espera de ti y de mí.
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