Imagina que te diriges a almorzar con un amigo. Al pasar junto a un estanque ornamental poco profundo te das cuenta de que un niño pequeño se ha caído al estanque y corre peligro de ahogarse. ¿Deberías meterte en el agua y sacar al niño? Te ensuciarías la ropa de barro y se te estropearían los zapatos, porque no tienes tiempo ni de quitártelos, y además te perderías la comida. Pero ninguna de estas cosas tiene importancia si las comparas con la posibilidad de evitar la muerte de un niño.
El principio que podría justificar la opción de sacar al niño del agua sería el siguiente: si tenemos la posibilidad de evitar que ocurra algo muy malo, sin que para ello tengamos que sacrificar nada de importancia moral comparable, debemos hacerlo. Dicho principio no parece admitir discusión alguna. Obviamente, logrará el respaldo de los consecuencialistas (que consideran que debemos hacer aquello que produzca las consecuencias más favorables). Pero también deberían aceptarlo los no consecuencialistas, ya que únicamente nos exige evitar lo que es malo cuando no hay nada de importancia comparable en juego. Por tanto, dicho principio no nos puede conducir al tipo de actos a los que los no consecuencialistas se oponen con firmeza: violaciones graves de derechos individuales, injusticia, promesas incumplidas, etcétera. Si los no consecuencialistas consideran que alguno de estos actos tiene una importancia moral comparable con el mal que se pretende evitar, automáticamente considerarían que el principio en cuestión no se aplica a los casos en los que el mal únicamente puede evitarse violando derechos, cometiendo injusticias o incumpliendo promesas. La mayor parte de los no consecuencialistas defienden que debemos impedir lo que es malo y fomentar lo que es bueno. Se diferencian de los consecuencialistas en que insisten en no considerar este principio el único principio ético posible, pero el hecho de que efectivamente se trata de un principio ético lo reconocen todas las teorías éticas aceptables.
No obstante, la aparente aceptación sin fisuras del principio de que debemos evitar que ocurra algo malo cuando tenemos la posibilidad de hacerlo sin sacrificar nada de importancia moral comparable resulta engañosa. Si nos tomáramos en serio dicho principio y actuáramos en consecuencia, nuestras vidas y nuestro mundo cambiarían radicalmente. Porque el principio no solo se aplica a la situación excepcional en la que uno puede salvar a un niño sacándolo de un estanque, sino también a las situaciones diarias en las que podemos ayudar a los que viven en condiciones de extrema pobreza. Con ello, estoy presumiendo que la pobreza extrema, caracterizada por el hambre y la malnutrición, la falta de cobijo, el analfabetismo, la enfermedad, la alta tasa de mortalidad infantil y la baja esperanza de vida, es algo malo. Y también presumo que los más favorecidos tienen la posibilidad de reducir dicha pobreza, sin tener que sacrificar nada de importancia moral comparable. Si ambas presunciones son correctas, y si también lo es el principio del que hemos hablado, tenemos la misma obligación de ayudar a aquellos que vivan en absoluta pobreza que de rescatar al niño del estanque. El hecho de no prestar la ayuda necesaria estaría mal, independientemente de que sea intrínsecamente equiparable o no al acto de acabar con una vida. Tradicionalmente se ha pensado que se trataba de un acto de caridad: ayudar es digno de elogio, pero no ayudar no es malo. Pero no se trata de eso. Se trata de algo que todos debemos hacer.
Como sostiene Faur, y como lo ha señalado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH),6 “la pobreza constituye una violación de derechos humanos”. En la medida en que la pobreza, y particularmente la extrema pobreza, afectan al desarrollo humano, afectan también “la satisfacción de los derechos humanos”
Respuesta:
Imagina que te diriges a almorzar con un amigo. Al pasar junto a un estanque ornamental poco profundo te das cuenta de que un niño pequeño se ha caído al estanque y corre peligro de ahogarse. ¿Deberías meterte en el agua y sacar al niño? Te ensuciarías la ropa de barro y se te estropearían los zapatos, porque no tienes tiempo ni de quitártelos, y además te perderías la comida. Pero ninguna de estas cosas tiene importancia si las comparas con la posibilidad de evitar la muerte de un niño.
El principio que podría justificar la opción de sacar al niño del agua sería el siguiente: si tenemos la posibilidad de evitar que ocurra algo muy malo, sin que para ello tengamos que sacrificar nada de importancia moral comparable, debemos hacerlo. Dicho principio no parece admitir discusión alguna. Obviamente, logrará el respaldo de los consecuencialistas (que consideran que debemos hacer aquello que produzca las consecuencias más favorables). Pero también deberían aceptarlo los no consecuencialistas, ya que únicamente nos exige evitar lo que es malo cuando no hay nada de importancia comparable en juego. Por tanto, dicho principio no nos puede conducir al tipo de actos a los que los no consecuencialistas se oponen con firmeza: violaciones graves de derechos individuales, injusticia, promesas incumplidas, etcétera. Si los no consecuencialistas consideran que alguno de estos actos tiene una importancia moral comparable con el mal que se pretende evitar, automáticamente considerarían que el principio en cuestión no se aplica a los casos en los que el mal únicamente puede evitarse violando derechos, cometiendo injusticias o incumpliendo promesas. La mayor parte de los no consecuencialistas defienden que debemos impedir lo que es malo y fomentar lo que es bueno. Se diferencian de los consecuencialistas en que insisten en no considerar este principio el único principio ético posible, pero el hecho de que efectivamente se trata de un principio ético lo reconocen todas las teorías éticas aceptables.
No obstante, la aparente aceptación sin fisuras del principio de que debemos evitar que ocurra algo malo cuando tenemos la posibilidad de hacerlo sin sacrificar nada de importancia moral comparable resulta engañosa. Si nos tomáramos en serio dicho principio y actuáramos en consecuencia, nuestras vidas y nuestro mundo cambiarían radicalmente. Porque el principio no solo se aplica a la situación excepcional en la que uno puede salvar a un niño sacándolo de un estanque, sino también a las situaciones diarias en las que podemos ayudar a los que viven en condiciones de extrema pobreza. Con ello, estoy presumiendo que la pobreza extrema, caracterizada por el hambre y la malnutrición, la falta de cobijo, el analfabetismo, la enfermedad, la alta tasa de mortalidad infantil y la baja esperanza de vida, es algo malo. Y también presumo que los más favorecidos tienen la posibilidad de reducir dicha pobreza, sin tener que sacrificar nada de importancia moral comparable. Si ambas presunciones son correctas, y si también lo es el principio del que hemos hablado, tenemos la misma obligación de ayudar a aquellos que vivan en absoluta pobreza que de rescatar al niño del estanque. El hecho de no prestar la ayuda necesaria estaría mal, independientemente de que sea intrínsecamente equiparable o no al acto de acabar con una vida. Tradicionalmente se ha pensado que se trataba de un acto de caridad: ayudar es digno de elogio, pero no ayudar no es malo. Pero no se trata de eso. Se trata de algo que todos debemos hacer.
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espero te ayude me das coronita
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Como sostiene Faur, y como lo ha señalado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH),6 “la pobreza constituye una violación de derechos humanos”. En la medida en que la pobreza, y particularmente la extrema pobreza, afectan al desarrollo humano, afectan también “la satisfacción de los derechos humanos”