El fenómeno racial americano por excelencia es el mestizaje, generado por la invasión española y, por añadidura, el fenómeno cultural distintivo de los pueblos americanos, deviene en un sincretismo o fusión de sus formas de vida adaptadas en un nuevo patrón, el mestizaje cultural y religioso.
Explicación:
El fenómeno racial americano por excelencia es el mestizaje, generado por la invasión española y, por añadidura, el fenómeno cultural distintivo de los pueblos americanos, deviene en un sincretismo o fusión de sus formas de vida adaptadas en un nuevo patrón, el mestizaje cultural y religioso.
Desde el siglo XVIII, por lo menos, la preocupación dominante en la mente de los hispanoamericanos ha sido la de la propia identidad. Todos los que han dirigido su mirada, con alguna detención, al panorama de esos pueblos han coincidido, en alguna forma, en señalar ese rasgo. Se ha llegado a hablar de una angustia ontológica del criollo, buscándose a sí mismo sin tregua, entre contradictorias herencias y disímiles parentescos, a ratos sintiéndose desterrado en su propia tierra, a ratos actuando como conquistador de ella, con una fluida noción de que todo es posible y nada está dado de manera definitiva y probada.
Sucesiva y hasta simultáneamente muchos hombres representativos de la América de lengua castellana y portuguesa creyeron ingenuamente, o pretendieron, ser lo que obviamente no eran ni podían ser. Hubo la hora de creerse hidalgos de Castilla, como hubo más tarde la de imaginarse europeos en el exilio en lucha desigual contra la barbarie nativa. Hubo quienes trataron con todas las fuerzas de su alma de parecer franceses, ingleses, alemanes y americanos del norte. Hubo más tarde quienes se creyeron indígenas y se dieron a reivindicar la plenitud de una civilización aborigen irrevocablemente interrumpida por la Conquista, y no faltaron tampoco, en ciertas regiones, quienes se sintieron posesos de un alma negra y trataron de resucitar un pasado africano.
Culturalmente no eran europeos, ni mucho menos podían ser indios o africanos.
América fue un hecho de extraordinaria novedad. Para advertirlo, basta leer el incrédulo asombro de los antiguos cronistas ante la desproporcionada magnitud del escenario geográfico. Frente a aquel inmenso rebaño de cordilleras nevadas, ante los enormes ríos que les parecieron mares de agua dulce, ante las ilimitadas llanuras que hacían horizonte como el océano, en las impenetrables densidades selváticas en las que cabían todos los reinos de la cristiandad, se sintieron en presencia de otro mundo para el que no tenían parangón. La plaza de Tenochtitlán era mayor que la de Salamanca, descubrían frutas y alimentos desconocidos, hallaban un cerro entero de plata en Potosí, un jardín de oro en el Cuzco, y podían fácilmente creer que oían quejarse las sirenas en las aguas del Orinoco, o que topaban con el reino de las amazonas, o que estaban a punto de llegar a la ciudad toda de oro del rey Dorado.
La sola presencia avasalladora de ese medio natural fue bastante para cambiar las vidas y las actitudes de los hombres, pero hubo algo mucho más importante como fue la presencia y el contacto con los indígenas americanos. Se toparon con millones de hombres desconocidos, diseminados a todo lo largo del continente, que habían alcanzado los más diversos grados de civilización, desde la muy alta de los mayas, mexicanos e incas, hasta las elementales de agricultores, cazadores y recolectores de las Antillas y de la costa atlántica.
En cierto modo, la historia de las civilizaciones es la historia de los encuentros. Si algún pueblo hubiera podido permanecer indefinidamente aislado y encerrado en su tierra original, hubiera quedado en una suerte de prehistoria congelada. Fueron los grandes encuentros de pueblos diferentes por los más variados motivos los que han ocasionado los cambios, los avances creadores, los difíciles acomodamientos, las nuevas combinaciones, de los cuales ha surgido el proceso histórico de todas las civilizaciones.
Respuesta:
El fenómeno racial americano por excelencia es el mestizaje, generado por la invasión española y, por añadidura, el fenómeno cultural distintivo de los pueblos americanos, deviene en un sincretismo o fusión de sus formas de vida adaptadas en un nuevo patrón, el mestizaje cultural y religioso.
Explicación:
El fenómeno racial americano por excelencia es el mestizaje, generado por la invasión española y, por añadidura, el fenómeno cultural distintivo de los pueblos americanos, deviene en un sincretismo o fusión de sus formas de vida adaptadas en un nuevo patrón, el mestizaje cultural y religioso.
Respuesta:
Desde el siglo XVIII, por lo menos, la preocupación dominante en la mente de los hispanoamericanos ha sido la de la propia identidad. Todos los que han dirigido su mirada, con alguna detención, al panorama de esos pueblos han coincidido, en alguna forma, en señalar ese rasgo. Se ha llegado a hablar de una angustia ontológica del criollo, buscándose a sí mismo sin tregua, entre contradictorias herencias y disímiles parentescos, a ratos sintiéndose desterrado en su propia tierra, a ratos actuando como conquistador de ella, con una fluida noción de que todo es posible y nada está dado de manera definitiva y probada.
Sucesiva y hasta simultáneamente muchos hombres representativos de la América de lengua castellana y portuguesa creyeron ingenuamente, o pretendieron, ser lo que obviamente no eran ni podían ser. Hubo la hora de creerse hidalgos de Castilla, como hubo más tarde la de imaginarse europeos en el exilio en lucha desigual contra la barbarie nativa. Hubo quienes trataron con todas las fuerzas de su alma de parecer franceses, ingleses, alemanes y americanos del norte. Hubo más tarde quienes se creyeron indígenas y se dieron a reivindicar la plenitud de una civilización aborigen irrevocablemente interrumpida por la Conquista, y no faltaron tampoco, en ciertas regiones, quienes se sintieron posesos de un alma negra y trataron de resucitar un pasado africano.
Culturalmente no eran europeos, ni mucho menos podían ser indios o africanos.
América fue un hecho de extraordinaria novedad. Para advertirlo, basta leer el incrédulo asombro de los antiguos cronistas ante la desproporcionada magnitud del escenario geográfico. Frente a aquel inmenso rebaño de cordilleras nevadas, ante los enormes ríos que les parecieron mares de agua dulce, ante las ilimitadas llanuras que hacían horizonte como el océano, en las impenetrables densidades selváticas en las que cabían todos los reinos de la cristiandad, se sintieron en presencia de otro mundo para el que no tenían parangón. La plaza de Tenochtitlán era mayor que la de Salamanca, descubrían frutas y alimentos desconocidos, hallaban un cerro entero de plata en Potosí, un jardín de oro en el Cuzco, y podían fácilmente creer que oían quejarse las sirenas en las aguas del Orinoco, o que topaban con el reino de las amazonas, o que estaban a punto de llegar a la ciudad toda de oro del rey Dorado.
La sola presencia avasalladora de ese medio natural fue bastante para cambiar las vidas y las actitudes de los hombres, pero hubo algo mucho más importante como fue la presencia y el contacto con los indígenas americanos. Se toparon con millones de hombres desconocidos, diseminados a todo lo largo del continente, que habían alcanzado los más diversos grados de civilización, desde la muy alta de los mayas, mexicanos e incas, hasta las elementales de agricultores, cazadores y recolectores de las Antillas y de la costa atlántica.
En cierto modo, la historia de las civilizaciones es la historia de los encuentros. Si algún pueblo hubiera podido permanecer indefinidamente aislado y encerrado en su tierra original, hubiera quedado en una suerte de prehistoria congelada. Fueron los grandes encuentros de pueblos diferentes por los más variados motivos los que han ocasionado los cambios, los avances creadores, los difíciles acomodamientos, las nuevas combinaciones, de los cuales ha surgido el proceso histórico de todas las civilizaciones.