Nuestros antepasados de hace cinco siglos en sus dos ramas, los muy diversos castellanos de la España del Renacimiento y los muy diversos aborígenes americanos con quienes se tropezaron violentamente cuando desembarcaron en el Nuevo Mundo, dieron comienzo a una larga y tragicómica historia de malentendidos resueltos con sangre.
En 1492 descubrieron América los europeos, y los americanos descubrieron a los europeos recién llegados: los españoles de Castilla, blancos y barbados. No fue un amable y bucólico “encuentro de dos mundos” mutuamente enriquecedor, como se lo ha querido mostrar en las historias oficiales para niños y adultos ñoños de Europa y América. Fue un cataclismo sin precedentes, en nada comparable a las innumerables invasiones y guerras de conquista que registra la historia. Fue un genocidio que despobló hasta los huesos un continente habitado por decenas de millones de personas: en parte a causa de la violencia vesánica de los invasores —uno de ellos, el conquistador y poeta Juan de Castellanos, cuenta como testigo ocular en sus Elegías de varones ilustres de Indias que los más de entre ellos “andaban del demonio revestidos”—; y en parte aún mayor por la aparición de mortíferas epidemias de enfermedades nuevas y desconocidas, venidas del Viejo Mundo o surgidas en el choque de pueblos que llevaban separados trescientos siglos: desde la Edad de Piedra. Ante la viruela y la sífilis, el sarampión, el tifo, o ante un simple catarro traído de ultramar, los nativos del Nuevo Mundo caían como moscas. Se calcula que el 95 por ciento de los pobladores indígenas de América perecieron en los primeros cien años de la llegada de Cristóbal Colón, reduciéndose de unos cien millones a sólo tres, por obra de las matanzas primero y de los malos tratos luego, de las inhumanas condiciones de trabajo impuestas por los nuevos amos y, sobre todo, de las pestes.
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