la injusticia y la inequidad educacional, con el estallido social y sus demandas por otro Chile, por otra escuela. ¿Cómo se vive en tu colegio y con tus estudiantes dicha experiencia? ¿Alcanzaste a verlos después del 18 de octubre? Si la respuesta es sí... entonces ¿pasó algo con ellos?” (Retroalimentación Docente a cargo del Curso).
Como formador de formadores me veo enfrentado en este ejercicio a relatos que dibujan trazos que reflejan un mundo conocido, sí, pero jamás vivido por mi. La pregunta que nos hacemos es qué nos pasa tras la lectura de este material, sin intentar hacer mayor análisis, sino permitirnos ser afectados por los mismos. Ejercicio que implica un posicionamiento, diría, de subordinación de la razón a la emoción.
En el extracto que se lee más arriba hay todavía una lectura que se hace desde saberes que se ponen en función de orientar el trabajo de un estudiante. Un protoanálisis, diría alguien, que, aunque se abre poco a poco a la consideración de la subjetividad vertida en el escrito, no se deja tocar por él. ¿Qué significa dejarse tocar? ¿Significa hacerse vulnerable, perder referentes argumentativos que habitualmente me permiten discursear, tal como lo hago ahora, desde la vereda de la seguridad académica? El profesor orienta, no se involucra, analiza y vuelve a orientar. Es tal vez por eso que muchos estudiantes consideraban este ejercicio de escritura inicialmente inútil, calificándolo en algún caso como “ensayo truculento”.
Me veo enfrentado a relatos que me identifican como miembro de la clase media-alta del país. Yo no lo sabia. Nunca me consideré tal. Sé que soy del grupo de los privilegiados porque he podido estudiar, porque tengo un sueldo, porque tengo acceso a la llamada “alta cultura”. Nunca me consideré miembro de una clase, era algo así como un desclasado, pero la vida de mis propios estudiantes me sitúa en un lugar que no me acomoda: crítico pero inactivo, sujeto de discurso... y ni siquiera me reconozco parte de la intelectualidad de este país.
Vuelvo, entonces, a mis tiempos como profesor de colegio. En algún momento también fui crítico de las posturas de mis alumnos, imaginando a sus familias, con posturas cómodas, críticas, a veces deslenguadas...pero igualmente inactivas. Eran los años ’90, años del retorno a la democracia y de fuerte crecimiento económico. Todo iba muy bien, en apariencias. Mis estudiantes de entonces y sus familias eran llamados por algunos como el “red-set” (en homologación a la clasificación del jet-set), diciendo con ello que eran familias acomodadas, miembros o cercanos a la resurgente izquierda chilena. Pero un día me encuentro con sus realidades y veo entonces su descarnada humanidad: familias dispersas, soledad, padres trabajólicos (más por necesidad creada que por convicción), absortos por un sistema que poco a poco se impregnaba en sus cuerpos. También hoy logro ver que, entonces, yo compartía sus realidades. Y es tal vez el origen de mi subjetividad y de mi realidad social hoy día cuestionada por estos relatos y sus protagonistas. ¿Qué veo en estas historias y cómo me afectan?
El compromiso
La necesidad del vínculo socio-afectivo es algo que se repite en muchos de ellos y me interpela como un eco que me llega una y otra vez. No me podía ausentar, tenía un compromiso con mi curso, se lee en uno de los relatos que da cuenta de los días siguientes al 18 de octubre. La gran mayoría coincide en la necesidad de ver sus caras, de oír sus voces, de saber cómo están sus niños y jóvenes. Tal ocurre hoy también cuando por causa de la pandemia surge mi necesidad de saber de ellas y ellos, mis estudiantes, más allá de mis propias contingencias y afectaciones. El 18 de octubre 2019 Chile despierta, el 17 de abril 2020, mi padre se duerme para siempre. En ambas ocasiones, estallido social y pandemia, están presentes sus rostros, sus voces, tal como mis estudiantes lo viven con los suyos propios.
la injusticia y la inequidad educacional, con el estallido social y sus demandas por otro Chile, por otra escuela. ¿Cómo se vive en tu colegio y con tus estudiantes dicha experiencia? ¿Alcanzaste a verlos después del 18 de octubre? Si la respuesta es sí... entonces ¿pasó algo con ellos?” (Retroalimentación Docente a cargo del Curso).
Como formador de formadores me veo enfrentado en este ejercicio a relatos que dibujan trazos que reflejan un mundo conocido, sí, pero jamás vivido por mi. La pregunta que nos hacemos es qué nos pasa tras la lectura de este material, sin intentar hacer mayor análisis, sino permitirnos ser afectados por los mismos. Ejercicio que implica un posicionamiento, diría, de subordinación de la razón a la emoción.
En el extracto que se lee más arriba hay todavía una lectura que se hace desde saberes que se ponen en función de orientar el trabajo de un estudiante. Un protoanálisis, diría alguien, que, aunque se abre poco a poco a la consideración de la subjetividad vertida en el escrito, no se deja tocar por él. ¿Qué significa dejarse tocar? ¿Significa hacerse vulnerable, perder referentes argumentativos que habitualmente me permiten discursear, tal como lo hago ahora, desde la vereda de la seguridad académica? El profesor orienta, no se involucra, analiza y vuelve a orientar. Es tal vez por eso que muchos estudiantes consideraban este ejercicio de escritura inicialmente inútil, calificándolo en algún caso como “ensayo truculento”.
Me veo enfrentado a relatos que me identifican como miembro de la clase media-alta del país. Yo no lo sabia. Nunca me consideré tal. Sé que soy del grupo de los privilegiados porque he podido estudiar, porque tengo un sueldo, porque tengo acceso a la llamada “alta cultura”. Nunca me consideré miembro de una clase, era algo así como un desclasado, pero la vida de mis propios estudiantes me sitúa en un lugar que no me acomoda: crítico pero inactivo, sujeto de discurso... y ni siquiera me reconozco parte de la intelectualidad de este país.
Vuelvo, entonces, a mis tiempos como profesor de colegio. En algún momento también fui crítico de las posturas de mis alumnos, imaginando a sus familias, con posturas cómodas, críticas, a veces deslenguadas...pero igualmente inactivas. Eran los años ’90, años del retorno a la democracia y de fuerte crecimiento económico. Todo iba muy bien, en apariencias. Mis estudiantes de entonces y sus familias eran llamados por algunos como el “red-set” (en homologación a la clasificación del jet-set), diciendo con ello que eran familias acomodadas, miembros o cercanos a la resurgente izquierda chilena. Pero un día me encuentro con sus realidades y veo entonces su descarnada humanidad: familias dispersas, soledad, padres trabajólicos (más por necesidad creada que por convicción), absortos por un sistema que poco a poco se impregnaba en sus cuerpos. También hoy logro ver que, entonces, yo compartía sus realidades. Y es tal vez el origen de mi subjetividad y de mi realidad social hoy día cuestionada por estos relatos y sus protagonistas. ¿Qué veo en estas historias y cómo me afectan?
El compromiso
La necesidad del vínculo socio-afectivo es algo que se repite en muchos de ellos y me interpela como un eco que me llega una y otra vez. No me podía ausentar, tenía un compromiso con mi curso, se lee en uno de los relatos que da cuenta de los días siguientes al 18 de octubre. La gran mayoría coincide en la necesidad de ver sus caras, de oír sus voces, de saber cómo están sus niños y jóvenes. Tal ocurre hoy también cuando por causa de la pandemia surge mi necesidad de saber de ellas y ellos, mis estudiantes, más allá de mis propias contingencias y afectaciones. El 18 de octubre 2019 Chile despierta, el 17 de abril 2020, mi padre se duerme para siempre. En ambas ocasiones, estallido social y pandemia, están presentes sus rostros, sus voces, tal como mis estudiantes lo viven con los suyos propios.
La noción del compromiso no es una