Estaba tan cargado con mi mochila bien repleta de víveres y algo de ropa de abrigo, que cuando llegué a la estación, lo primero que hice fue soltarla sobre el andén como si en ello me fuera la vida. Y es que andar 30 kilómetros hasta llegar a la estación, revienta a cualquiera; aunque según me contaba mi padre, cuando hizo la “mili”, en las maniobras iban cargados con el macuto toda una noche y no les pasaba por la imaginación quejarse. Así que no seré quejica, y trataré de emular a quienes soportaron esfuerzos estoicamente.
Así que me senté en uno de los barriles que habían en el andén del apeadero de manera que con solo levantar la cabeza vería aproximarse el tren que me llevaría a través de la selva a un destino aún por conocer.
Y es que me propuse hacer un viaje sin límite de tiempo y sin una ruta predeterminada. Quería saber cómo me desenvolvería en circunstancias difíciles en las que mis dotes de improvisación me ayudaran a superar las calamidades que se me avecinaban y, a valerme por mí mismo sin la ayuda de los demás.
Los consejos de mi madre, no cayeron en saco roto, pues me decía, - Hijo aprende a luchar tú solo sin la ayuda de los demás, pues te encontrarás en el transcurso de la vida, con muchas personas ambiciosas y sin piedad, que para saciar sus ambiciones, les importará poco hundir a quienes les hagan sombra o entorpezcan sus planes egoístas.
Estaba recordando aquella recomendación mientras miraba al frente, donde unos vagones esperaban que su máquina les enganchara y los arrastra por los carriles de hierro más degastados por el calor, el viento y la lluvia, que por los pocos trenes que por allí circulaban.
Me encontraba tan a gusto, que si no llega a ser por el pitido de la locomotora, tengo el tren delante de mis narices y no me entero.
Aquellas máquina, maravillosamente bien conservada, hizo su aparición, yo diría casi sonriendo, un poco burlona mostrándose orgullosa de ser pequeña, pero lo suficientemente valiente para atravesar aquellas tierras indómitas donde una avería podría suponerle el pasar horas y hasta días esperando que llegasen los mecánicos con las piezas de repuesto necesarias para solucionar su dolencia.
Sabiendo que disponía de tiempo suficiente, ya que según me dijo el jefe de estación, repostaría agua, quise saborear el momento y escudriñe desde la chimenea hasta el trinquete que enganchaba el negro vagón siguiente, que repleto de carbón abastecería la caldera de vapor .
A pesar de observar el caballo de hierro, como dirían los indios en su salvaje oeste, tuve la precaución de ver quienes serían mis compañeros de viaje, no los que llegaban en el tren como es natural, sino los que como yo esperaban en la estación. Que por cierto, un par de tipos me produjeron cierto desasosiego.
No íbamos muchos, yo diría que los asientos de las dos terceras partes de el tren estaban vacíos. Y como si desconfiaran unos de otros, todo el mundo procuró sentarse lo más aislado posible. Aquello se parecía como un huevo a una castaña a los viajes que solía hacer por mi bendita Andalucía. Donde daba gusto conversar con quien la suerte había sentado a tu lado, ya fuese hombre o mujer, joven o viejo.
En fin, de nada vale hacer comparaciones, lo que importa es el ahora, y ahora mismo, la revisora estaba haciendo un saludo de despedida a su amigo el ayudante del jefe de estación, y es que aquel apeadero tan solo tenía en su plantilla a dos personas, el jefe y su ayudante. Ambos tenían que hacer de todo, y agradecidos, porque como fueran peor las cosas, hasta podrían cerrar la estación.
Pero no miraré hacia atrás, y viviré el presente que es de lo que se trata, así que observaré y participaré en lo que sucede en mi alrededor que merece la pena verlo y vivirlo.
El sol entraba de lleno en casi la totalidad de los asientos del tren, por lo que era casi imposible refugiarse de los rayos del “Lorenzo”. Así que haciendo de tripas corazón, procuré no pensar en el calor que hacía y de esa manera conseguía padecer menos. Yo diría que casi me olvidé, pues con mi máquina de fotos en la mano, y la mirada en los esplendidos paisajes que veía, no tenía tiempo de pensar.
En el primer día de viaje, ya consumí más de la mitad de la tarjeta con la que cargué la cámara, y es que la suerte de ir tan despacio el tren, favorecía el poder hacer buenas fotos. E incluso las que hacía con el sol en contra merecían la pena.
Miento, no dedicaba todo mi tiempo en mirar al exterior, más tiempo del que me hubiera gustado, miraba a aquellos dos individuos que subieron conmigo en la estación. No me gustaban ni un pelo. Así que puse la mochila cerca de mí y colocada de manera que me fuera fácil echarle un ojo.
Pero aquello era demasiado bonito como para no verlo, el tren pasando por encima de un puente que salvaba un pequeño río infectado de cocodrilos y otros animales no menos peligrosos en sus orillas.
Respuesta:
Los miedos ante un viaje a lo desconocido
Estaba tan cargado con mi mochila bien repleta de víveres y algo de ropa de abrigo, que cuando llegué a la estación, lo primero que hice fue soltarla sobre el andén como si en ello me fuera la vida. Y es que andar 30 kilómetros hasta llegar a la estación, revienta a cualquiera; aunque según me contaba mi padre, cuando hizo la “mili”, en las maniobras iban cargados con el macuto toda una noche y no les pasaba por la imaginación quejarse. Así que no seré quejica, y trataré de emular a quienes soportaron esfuerzos estoicamente.
Así que me senté en uno de los barriles que habían en el andén del apeadero de manera que con solo levantar la cabeza vería aproximarse el tren que me llevaría a través de la selva a un destino aún por conocer.
Y es que me propuse hacer un viaje sin límite de tiempo y sin una ruta predeterminada. Quería saber cómo me desenvolvería en circunstancias difíciles en las que mis dotes de improvisación me ayudaran a superar las calamidades que se me avecinaban y, a valerme por mí mismo sin la ayuda de los demás.
Los consejos de mi madre, no cayeron en saco roto, pues me decía, - Hijo aprende a luchar tú solo sin la ayuda de los demás, pues te encontrarás en el transcurso de la vida, con muchas personas ambiciosas y sin piedad, que para saciar sus ambiciones, les importará poco hundir a quienes les hagan sombra o entorpezcan sus planes egoístas.
Estaba recordando aquella recomendación mientras miraba al frente, donde unos vagones esperaban que su máquina les enganchara y los arrastra por los carriles de hierro más degastados por el calor, el viento y la lluvia, que por los pocos trenes que por allí circulaban.
Me encontraba tan a gusto, que si no llega a ser por el pitido de la locomotora, tengo el tren delante de mis narices y no me entero.
Aquellas máquina, maravillosamente bien conservada, hizo su aparición, yo diría casi sonriendo, un poco burlona mostrándose orgullosa de ser pequeña, pero lo suficientemente valiente para atravesar aquellas tierras indómitas donde una avería podría suponerle el pasar horas y hasta días esperando que llegasen los mecánicos con las piezas de repuesto necesarias para solucionar su dolencia.
Sabiendo que disponía de tiempo suficiente, ya que según me dijo el jefe de estación, repostaría agua, quise saborear el momento y escudriñe desde la chimenea hasta el trinquete que enganchaba el negro vagón siguiente, que repleto de carbón abastecería la caldera de vapor .
A pesar de observar el caballo de hierro, como dirían los indios en su salvaje oeste, tuve la precaución de ver quienes serían mis compañeros de viaje, no los que llegaban en el tren como es natural, sino los que como yo esperaban en la estación. Que por cierto, un par de tipos me produjeron cierto desasosiego.
No íbamos muchos, yo diría que los asientos de las dos terceras partes de el tren estaban vacíos. Y como si desconfiaran unos de otros, todo el mundo procuró sentarse lo más aislado posible. Aquello se parecía como un huevo a una castaña a los viajes que solía hacer por mi bendita Andalucía. Donde daba gusto conversar con quien la suerte había sentado a tu lado, ya fuese hombre o mujer, joven o viejo.
En fin, de nada vale hacer comparaciones, lo que importa es el ahora, y ahora mismo, la revisora estaba haciendo un saludo de despedida a su amigo el ayudante del jefe de estación, y es que aquel apeadero tan solo tenía en su plantilla a dos personas, el jefe y su ayudante. Ambos tenían que hacer de todo, y agradecidos, porque como fueran peor las cosas, hasta podrían cerrar la estación.
Pero no miraré hacia atrás, y viviré el presente que es de lo que se trata, así que observaré y participaré en lo que sucede en mi alrededor que merece la pena verlo y vivirlo.
El sol entraba de lleno en casi la totalidad de los asientos del tren, por lo que era casi imposible refugiarse de los rayos del “Lorenzo”. Así que haciendo de tripas corazón, procuré no pensar en el calor que hacía y de esa manera conseguía padecer menos. Yo diría que casi me olvidé, pues con mi máquina de fotos en la mano, y la mirada en los esplendidos paisajes que veía, no tenía tiempo de pensar.
En el primer día de viaje, ya consumí más de la mitad de la tarjeta con la que cargué la cámara, y es que la suerte de ir tan despacio el tren, favorecía el poder hacer buenas fotos. E incluso las que hacía con el sol en contra merecían la pena.
Miento, no dedicaba todo mi tiempo en mirar al exterior, más tiempo del que me hubiera gustado, miraba a aquellos dos individuos que subieron conmigo en la estación. No me gustaban ni un pelo. Así que puse la mochila cerca de mí y colocada de manera que me fuera fácil echarle un ojo.
Pero aquello era demasiado bonito como para no verlo, el tren pasando por encima de un puente que salvaba un pequeño río infectado de cocodrilos y otros animales no menos peligrosos en sus orillas.
Explicación: