El cielo de la noche cruzado por la Vía Láctea no es casualidad, si consideramos el hecho de que nosotros estamos aquí, mirándola
Era una noche óptima. La atmósfera tenía gran transparencia y mínima turbulencia. El telescopio y el detector funcionaban a la perfección. Los mapas satelitales mostraban al centro anticiclónico enclavado entre la segunda y la octava región, desviando las nubes del Pacífico hacia el sur de La Silla, en el Norte Chico.
La marcha de mis objetos hacia el ocaso y el alivio de irme a la cama cuando aún estaba oscuro, mitigaban la tristeza de tener que dejar mi puesto en la sala de control. Grabé la última imagen, saludé al ansioso colega que me seguía y salí del edificio sin encender la linterna.
Pese a cientos de noches de experiencia, la oscuridad me impactó. Al principio es completa. Luego, a medida que la pupila se dilata, van apareciendo las estrellas. Finalmente, el cielo se convierte en un escándalo de miles de luces punzantes y minúsculas. La Vía Láctea cruza, alta e imponente, el cielo del Sur. Vuelvo a maravillarme al ver mi sombra en el suelo pese a que no hay ni Luna ni luces encendidas.
La conciencia de estar experimentando algo que nos ha acompañado desde antes de ser humanos gatilla un pensamiento que a la vez me emociona, me sobrecoge, y me tranquiliza: La hermosa galaxia gigante está ahí afuera como techo porque nosotros estamos aquí abajo mirando.
¿Suena extraño? Me explico. Hace unos 13,7 mil millones de años nació el universo. Su composición química era hidrógeno, helio, y litio (90%, 10% y casi 0%, respectivamente). Su temperatura era enorme y los tres primeros elementos de la Tabla Periódica, en estado gaseoso, estaban distribuidos uniformemente. No había concentraciones de materia y regiones vacías como ahora. No existían, siquiera, los átomos necesarios para formar moléculas complejas.
Luego, millones tras millones de años el espacio se expandió, la fuerza de gravedad concentró la materia y nacieron las estrellas, comenzando así su trabajo de hormiga: generar átomos más complejos en los hornos nucleares en su interior. Estrellas y gases primigenios se juntaron formando galaxias. Algunas de estas se hicieron muy grandes.
La conciencia de estar experimentando algo que nos ha acompañado desde antes de ser humanos gatilla un pensamiento que a la vez me emociona, me sobrecoge, y me tranquiliza: La hermosa galaxia gigante está ahí afuera como techo porque nosotros estamos aquí abajo mirando.
Esto fue crucial. Estadísticamente, la complejidad necesita de cierto gigantismo. Sucede que las estrellas fabrican átomos complejos, pero sólo hasta el hierro. Además, los guardan en su interior profundamente atrapados por su propia fuerza de gravedad. Si eso fuera todo, las estrellas se apagarían reteniendo todos los elementos químicos en su interior y el universo sería hoy una colección de estrellas extinguidas llenas de elementos químicos complejos y un resto yermo de gases primordiales.
Pero algunas estrellas son pródigas. Al final de sus vidas explotan como supernovas fabricando átomos más pesados que el hierro y eyectando toda la riqueza química fuera del pozo de la gravedad. Las supernovas inseminan el universo con átomos complejos. Pero las eyecciones tienen tanta energía que la mayor parte de esa materia enriquecida se pierde para siempre en el espacio intergaláctico.
Salvo en las galaxias gigantes. La atracción gravitatoria de miles de millones de soles consigue frenar el tesoro cósmico de átomos pesados y reciclarlo en nuevas generaciones de sistemas solares químicamente enriquecidos. En ellos, si se dan las condiciones, sí pueden aparecer planetas como el nuestro con rocas, líquidos, moléculas complejas, y quizás células, animales, y ojos que miren el cielo nocturno y se maravillen.
La Vía Láctea en la noche no es casualidad. Nosotros estamos acá porque ella está allí y viceversa. Hoy tiendo a coincidir con Einstein: "Dios no juega a los dados" (a lo que agrego con una sonrisa, "al menos no siempre.")
Nota: La Columna fue redactada por el astrónomo de la UC e investigador del Centro de Astrofísica CATA, Alejandro Clocchiatti y fue publicada por el Portal de Noticias EMOL, el día 17 de diciembre de 2014, para ver
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El cielo de la noche cruzado por la Vía Láctea no es casualidad, si consideramos el hecho de que nosotros estamos aquí, mirándola
Era una noche óptima. La atmósfera tenía gran transparencia y mínima turbulencia. El telescopio y el detector funcionaban a la perfección. Los mapas satelitales mostraban al centro anticiclónico enclavado entre la segunda y la octava región, desviando las nubes del Pacífico hacia el sur de La Silla, en el Norte Chico.
La marcha de mis objetos hacia el ocaso y el alivio de irme a la cama cuando aún estaba oscuro, mitigaban la tristeza de tener que dejar mi puesto en la sala de control. Grabé la última imagen, saludé al ansioso colega que me seguía y salí del edificio sin encender la linterna.
Pese a cientos de noches de experiencia, la oscuridad me impactó. Al principio es completa. Luego, a medida que la pupila se dilata, van apareciendo las estrellas. Finalmente, el cielo se convierte en un escándalo de miles de luces punzantes y minúsculas. La Vía Láctea cruza, alta e imponente, el cielo del Sur. Vuelvo a maravillarme al ver mi sombra en el suelo pese a que no hay ni Luna ni luces encendidas.
La conciencia de estar experimentando algo que nos ha acompañado desde antes de ser humanos gatilla un pensamiento que a la vez me emociona, me sobrecoge, y me tranquiliza: La hermosa galaxia gigante está ahí afuera como techo porque nosotros estamos aquí abajo mirando.
¿Suena extraño? Me explico. Hace unos 13,7 mil millones de años nació el universo. Su composición química era hidrógeno, helio, y litio (90%, 10% y casi 0%, respectivamente). Su temperatura era enorme y los tres primeros elementos de la Tabla Periódica, en estado gaseoso, estaban distribuidos uniformemente. No había concentraciones de materia y regiones vacías como ahora. No existían, siquiera, los átomos necesarios para formar moléculas complejas.
Luego, millones tras millones de años el espacio se expandió, la fuerza de gravedad concentró la materia y nacieron las estrellas, comenzando así su trabajo de hormiga: generar átomos más complejos en los hornos nucleares en su interior. Estrellas y gases primigenios se juntaron formando galaxias. Algunas de estas se hicieron muy grandes.
La conciencia de estar experimentando algo que nos ha acompañado desde antes de ser humanos gatilla un pensamiento que a la vez me emociona, me sobrecoge, y me tranquiliza: La hermosa galaxia gigante está ahí afuera como techo porque nosotros estamos aquí abajo mirando.
Esto fue crucial. Estadísticamente, la complejidad necesita de cierto gigantismo. Sucede que las estrellas fabrican átomos complejos, pero sólo hasta el hierro. Además, los guardan en su interior profundamente atrapados por su propia fuerza de gravedad. Si eso fuera todo, las estrellas se apagarían reteniendo todos los elementos químicos en su interior y el universo sería hoy una colección de estrellas extinguidas llenas de elementos químicos complejos y un resto yermo de gases primordiales.
Pero algunas estrellas son pródigas. Al final de sus vidas explotan como supernovas fabricando átomos más pesados que el hierro y eyectando toda la riqueza química fuera del pozo de la gravedad. Las supernovas inseminan el universo con átomos complejos. Pero las eyecciones tienen tanta energía que la mayor parte de esa materia enriquecida se pierde para siempre en el espacio intergaláctico.
Salvo en las galaxias gigantes. La atracción gravitatoria de miles de millones de soles consigue frenar el tesoro cósmico de átomos pesados y reciclarlo en nuevas generaciones de sistemas solares químicamente enriquecidos. En ellos, si se dan las condiciones, sí pueden aparecer planetas como el nuestro con rocas, líquidos, moléculas complejas, y quizás células, animales, y ojos que miren el cielo nocturno y se maravillen.
La Vía Láctea en la noche no es casualidad. Nosotros estamos acá porque ella está allí y viceversa. Hoy tiendo a coincidir con Einstein: "Dios no juega a los dados" (a lo que agrego con una sonrisa, "al menos no siempre.")
Nota: La Columna fue redactada por el astrónomo de la UC e investigador del Centro de Astrofísica CATA, Alejandro Clocchiatti y fue publicada por el Portal de Noticias EMOL, el día 17 de diciembre de 2014, para ver