Había una vez un piojo que vivía en la cabeza de un payaso. El payaso tenía el pelo tan espeso y rizado que no necesitaba peluca. Tanto pelo tenía que el piojo podía esconderse sin problemas.
Lo que menos le gustaba al piojo era que el payaso se pasaba el día pintándose el pelo y echándose mil y un potingues para crear su peinados. Pero con el tiempo se acostumbró.
El piojo había encontrado un lugar perfecto donde dormir para que no le sorprendiera ningún espray y donde podía agarrarse sin problemas cuando el payaso se lavaba el pelo o se peinaba.
Un día en que el piojo estaba tan contento campando a sus anchas por la cabellera del payaso ocurrió algo que le dejó atónito. De repente, el piojo saltó a un pelo y este empezó a resbalarse. El pobre piojo, muy asustado, saltó a otro pelo, pero este también se resbalaba.
-¡Oh, no! ¿Qué está pasando? -exclamó el piojo, mientras saltaba de pelo en pelo.
El piojo decidió dejarse caer. En cuanto llegó al cuello de la camisa del payaso, el piojo se posó y saltó hasta colocarse cerca de la oreja derecha del payaso, cerca de la cual estaba su guarida.
Una vez allí, el piojo respiró tranquilo. Entonces, escuchó a alguien que decía:
-Te estás quedando calvo, payasete. Vas a tener que empezar a usar peluca.
¡¡Nooooo!!! -gritó el piojo-. Odio las pelucas, son asfixiantes.
Pero no le dio tiempo a más. En ese mismo momento una enorme peluca lo sepultaba en la cabeza del payaso. Pasaron horas hasta que el piojo pudo respirar aire fresco.
-No pienso aguantar esto -dijo el piojo-. Me buscaré otro lugar donde vivir.
Y, diciendo esto, saltó de la cabeza del payaso y se fue a buscar otra cabeza.
El piojo probó en la cabeza de un trapecista, en la cabeza de un malabarista, en la cabeza de una bailarina, en la cabeza de una maga e incluso en los brazos velludos del fortachón. Pero en ningún sitio estaba tan a gusto con en la cabeza del payaso.
La verdad es que ninguno de sus huéspedes lo recibió bien. En más de una ocasión si salió con vida fue casi un milagro.
-Volveré con mi amigo el payaso -dijo el piojo-. Allí nací y allí me quedaré para siempre. Él siempre me ha aceptado como soy, así que tendré que hacer yo lo mismo.
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Había una vez un piojo que vivía en la cabeza de un payaso. El payaso tenía el pelo tan espeso y rizado que no necesitaba peluca. Tanto pelo tenía que el piojo podía esconderse sin problemas.
Lo que menos le gustaba al piojo era que el payaso se pasaba el día pintándose el pelo y echándose mil y un potingues para crear su peinados. Pero con el tiempo se acostumbró.
El piojo había encontrado un lugar perfecto donde dormir para que no le sorprendiera ningún espray y donde podía agarrarse sin problemas cuando el payaso se lavaba el pelo o se peinaba.
Un día en que el piojo estaba tan contento campando a sus anchas por la cabellera del payaso ocurrió algo que le dejó atónito. De repente, el piojo saltó a un pelo y este empezó a resbalarse. El pobre piojo, muy asustado, saltó a otro pelo, pero este también se resbalaba.
-¡Oh, no! ¿Qué está pasando? -exclamó el piojo, mientras saltaba de pelo en pelo.
El piojo decidió dejarse caer. En cuanto llegó al cuello de la camisa del payaso, el piojo se posó y saltó hasta colocarse cerca de la oreja derecha del payaso, cerca de la cual estaba su guarida.
Una vez allí, el piojo respiró tranquilo. Entonces, escuchó a alguien que decía:
-Te estás quedando calvo, payasete. Vas a tener que empezar a usar peluca.
¡¡Nooooo!!! -gritó el piojo-. Odio las pelucas, son asfixiantes.
Pero no le dio tiempo a más. En ese mismo momento una enorme peluca lo sepultaba en la cabeza del payaso. Pasaron horas hasta que el piojo pudo respirar aire fresco.
-No pienso aguantar esto -dijo el piojo-. Me buscaré otro lugar donde vivir.
Y, diciendo esto, saltó de la cabeza del payaso y se fue a buscar otra cabeza.
El piojo probó en la cabeza de un trapecista, en la cabeza de un malabarista, en la cabeza de una bailarina, en la cabeza de una maga e incluso en los brazos velludos del fortachón. Pero en ningún sitio estaba tan a gusto con en la cabeza del payaso.
La verdad es que ninguno de sus huéspedes lo recibió bien. En más de una ocasión si salió con vida fue casi un milagro.
-Volveré con mi amigo el payaso -dijo el piojo-. Allí nací y allí me quedaré para siempre. Él siempre me ha aceptado como soy, así que tendré que hacer yo lo mismo.
Espero que te ayude