Con cerca de 70 años de edad, Vicente de Paúl organizó ingentes programas de socorro que repartían sopa dos veces al día a miles de pobres en San Lázaro y alimentaban a miles más en las casas de las Hijas de la Caridad.
San Vicente conoció la situación del pobre a lo largo de su infancia, en su familia y su entorno social. En esta etapa determinante, los pobres eran sus padres, sus vecinos, viticultores y labradores de los que él ha descrito de un modo realista la vicia y los penosos trabajos. Estaban también, las buenas campesinas evocadas tan a menudo en las Conferencias a las Hijas de la Caridad.
Analizando los ecos de esta primera experiencia, podemos darnos cuenta de que el joven Vicente, en principio, ha percibido la pobreza como un mal y ha visto a los pobres como víctimas. Más tarde, cuando hable a sus comunidades de la pobreza evangélica, no omitirá evocar la pobreza injusticia social, como para dar más realidad a la primera.
Antes de ser realidad pastoral o mística, la relación de San Vicente con los pobres se sitúa en el nivel de la solidaridad, desde un nivel humano de orden económico y social. La pobreza es aquella a la que trató de escapar en 1595 con la ayuda y el cálculo de sus padres. Y, la reconocerá, cuando en 1617 la vuelva a encontrar con otra mirada y otro proyecto.
Para San Vicente, el pobre es un hombre que sufre: es un hombre, una mujer o un niño que se encuentra en unas condiciones económicas y sociales inhumanas e injustas. Esta concepción del pobre se arraiga en la experiencia de San Vicente, en su primerísima experiencia, cuando él no se planteaba considerar al pobre como un privilegiado del reino de Dios (según Lucas IV. 18 ss.), o como una presencia misteriosa de Jesucristo (según Mateo XXV, 31 ss.).
Evidentemente, no encontramos en San Vicente, el análisis riguroso y las expresiones de las luchas sociales de hoy. Pero en el comienzo y en la base de todas las intervenciones de San Vicente en favor de los pobres, se descubre siempre un tiempo muy largo de atención sociológica, de investigación sobre una situación concreta de los pobres con los que se ha encontrado. Se podrían multiplicar las citas y referencias, ya sean para las Cofradías, ya sean para la Misión, en las ayudas distribuidas en Lorena, en Champaña y en Picardía, ya sean para las Hijas de la Caridad, con esta insistencia tan apoyada en el «corporalmente».
El reglamento de la primera Cofradía de la Caridad de Châtillon (Coste X, 574-587) es revelador. La introducción, evoca las razones evangélicas y el valor espiritual del servicio de los enfermos. Las páginas que siguen muestran por su parte, la minuciosidad y el realismo con los que San Vicente ha estudiado la condición y la situación de estas pobres gentes, llegando incluso a entrar en detalles de dietética y en las tareas precisas de la cuidadora de enfermos (Coste X. 577-579). San Vicente no se alejara jamás de este realismo que será un signo característico de su relación con el pobre y de toda su acción.
Además, es sintomático que San Vicente haya aludido tan a menudo a su pertenencia social al mundo de los pobres y que se haya preocupado tanto de mantener a los sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad en el nivel de vida de los pobres.
Son conocidos por ejemplo, las largas dudas por las que pasó San Vicente antes de aceptar el priorato de San Lázaro: indiscutiblemente esta aceptación parece haber acelerado y acentuado lo que podríamos llamar nuestra «religiosificación» de la que, sabemos bien, San Vicente no queda oír hablar. Hay ciertamente un tono de nostalgia en la evocación de los primeros tiempos de la Misión, en el Colegio de Bons-Enfants: «…repetíamos el mismo ejercicio en otras parroquias de las tierras de dicha señora durante varios años, hasta que se le ocurrió la idea de mantener a varios sacerdotes que continuasen estas misiones, y para ello nos dio el colegio de Bons-Enfants, donde nos retiramos el padre Portail y yo; tomarnos con nosotros a un buen sacerdote, al que entregábamos cincuenta escudos anuales. Los tres íbamos a predicar y a misionar de aldea en aldea. Al marchar, entregábamos la llave a alguno de los vecinos o le rogábamos que fuera él mismo por la noche a dormir en la casa. Sin embargo, yo no tenía entonces más que un solo sermón, al que luego daba mil vueltas: era sobre el temor de Dios. (Coste XI-3. p.327).
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Con cerca de 70 años de edad, Vicente de Paúl organizó ingentes programas de socorro que repartían sopa dos veces al día a miles de pobres en San Lázaro y alimentaban a miles más en las casas de las Hijas de la Caridad.
Estos son esperero que te ayude
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San Vicente conoció la situación del pobre a lo largo de su infancia, en su familia y su entorno social. En esta etapa determinante, los pobres eran sus padres, sus vecinos, viticultores y labradores de los que él ha descrito de un modo realista la vicia y los penosos trabajos. Estaban también, las buenas campesinas evocadas tan a menudo en las Conferencias a las Hijas de la Caridad.
Analizando los ecos de esta primera experiencia, podemos darnos cuenta de que el joven Vicente, en principio, ha percibido la pobreza como un mal y ha visto a los pobres como víctimas. Más tarde, cuando hable a sus comunidades de la pobreza evangélica, no omitirá evocar la pobreza injusticia social, como para dar más realidad a la primera.
Antes de ser realidad pastoral o mística, la relación de San Vicente con los pobres se sitúa en el nivel de la solidaridad, desde un nivel humano de orden económico y social. La pobreza es aquella a la que trató de escapar en 1595 con la ayuda y el cálculo de sus padres. Y, la reconocerá, cuando en 1617 la vuelva a encontrar con otra mirada y otro proyecto.
Para San Vicente, el pobre es un hombre que sufre: es un hombre, una mujer o un niño que se encuentra en unas condiciones económicas y sociales inhumanas e injustas. Esta concepción del pobre se arraiga en la experiencia de San Vicente, en su primerísima experiencia, cuando él no se planteaba considerar al pobre como un privilegiado del reino de Dios (según Lucas IV. 18 ss.), o como una presencia misteriosa de Jesucristo (según Mateo XXV, 31 ss.).
Evidentemente, no encontramos en San Vicente, el análisis riguroso y las expresiones de las luchas sociales de hoy. Pero en el comienzo y en la base de todas las intervenciones de San Vicente en favor de los pobres, se descubre siempre un tiempo muy largo de atención sociológica, de investigación sobre una situación concreta de los pobres con los que se ha encontrado. Se podrían multiplicar las citas y referencias, ya sean para las Cofradías, ya sean para la Misión, en las ayudas distribuidas en Lorena, en Champaña y en Picardía, ya sean para las Hijas de la Caridad, con esta insistencia tan apoyada en el «corporalmente».
El reglamento de la primera Cofradía de la Caridad de Châtillon (Coste X, 574-587) es revelador. La introducción, evoca las razones evangélicas y el valor espiritual del servicio de los enfermos. Las páginas que siguen muestran por su parte, la minuciosidad y el realismo con los que San Vicente ha estudiado la condición y la situación de estas pobres gentes, llegando incluso a entrar en detalles de dietética y en las tareas precisas de la cuidadora de enfermos (Coste X. 577-579). San Vicente no se alejara jamás de este realismo que será un signo característico de su relación con el pobre y de toda su acción.
Además, es sintomático que San Vicente haya aludido tan a menudo a su pertenencia social al mundo de los pobres y que se haya preocupado tanto de mantener a los sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad en el nivel de vida de los pobres.
Son conocidos por ejemplo, las largas dudas por las que pasó San Vicente antes de aceptar el priorato de San Lázaro: indiscutiblemente esta aceptación parece haber acelerado y acentuado lo que podríamos llamar nuestra «religiosificación» de la que, sabemos bien, San Vicente no queda oír hablar. Hay ciertamente un tono de nostalgia en la evocación de los primeros tiempos de la Misión, en el Colegio de Bons-Enfants: «…repetíamos el mismo ejercicio en otras parroquias de las tierras de dicha señora durante varios años, hasta que se le ocurrió la idea de mantener a varios sacerdotes que continuasen estas misiones, y para ello nos dio el colegio de Bons-Enfants, donde nos retiramos el padre Portail y yo; tomarnos con nosotros a un buen sacerdote, al que entregábamos cincuenta escudos anuales. Los tres íbamos a predicar y a misionar de aldea en aldea. Al marchar, entregábamos la llave a alguno de los vecinos o le rogábamos que fuera él mismo por la noche a dormir en la casa. Sin embargo, yo no tenía entonces más que un solo sermón, al que luego daba mil vueltas: era sobre el temor de Dios. (Coste XI-3. p.327).