Al momento de la llegada de los españoles al altiplano cundiboyacense, en la actual República de Colombia, había dos gobernantes principales en la región, organizada en torno a la confederación muisca. El zaque era el gobernante del Zacazgo, al Norte, y su sede de gobierno era Hunza, hoy Tunja. El zipa era el gobernante del Zipazgo, al Sur, en la Sabana de Bogotá, y su sede de gobierno era Funza.
Ni el zipa ni el zaque ejercían un poder absoluto ni un control rígido o estricto sobre los cacicazgos a los que les debían su poder, por lo que no se les puede considerar reyes. Sin embargo estas posiciones de poder eran de gran honor y estaban rodeadas de un ceremonial bastante elaborado.
La posición y el poder de estos gobernantes era tal que ni aún los miembros de la nobleza se atrevían a mirarlos directamente a los ojos. Por ejemplo, si el zipa necesitaba escupir, alguien le alcanzaba un tejido fino para que lo hiciera sobre éste porque era un sacrilegio que algo tan precioso como la saliva del zipa tocara la tierra. La pieza de tela era después cuidadosa y reverentemente llevada lejos, y quien lo hacía tenía el cuidado de mirar al lado opuesto de donde el zipa se encontraba.
Al momento de la llegada de los españoles al altiplano cundiboyacense, en la actual República de Colombia, había dos gobernantes principales en la región, organizada en torno a la confederación muisca. El zaque era el gobernante del Zacazgo, al Norte, y su sede de gobierno era Hunza, hoy Tunja. El zipa era el gobernante del Zipazgo, al Sur, en la Sabana de Bogotá, y su sede de gobierno era Funza.
Ni el zipa ni el zaque ejercían un poder absoluto ni un control rígido o estricto sobre los cacicazgos a los que les debían su poder, por lo que no se les puede considerar reyes. Sin embargo estas posiciones de poder eran de gran honor y estaban rodeadas de un ceremonial bastante elaborado.
La posición y el poder de estos gobernantes era tal que ni aún los miembros de la nobleza se atrevían a mirarlos directamente a los ojos. Por ejemplo, si el zipa necesitaba escupir, alguien le alcanzaba un tejido fino para que lo hiciera sobre éste porque era un sacrilegio que algo tan precioso como la saliva del zipa tocara la tierra. La pieza de tela era después cuidadosa y reverentemente llevada lejos, y quien lo hacía tenía el cuidado de mirar al lado opuesto de donde el zipa se encontraba.