La historia del Imperio bizantino se extiende desde el siglo IV hasta 1453. "Bizancio" es el nombre con el que se le conoce la mitad oriental y griega del Imperio romano que sobrevivió hasta 1453 (denominado «bizantino» por el historiador alemán Hieronymus Wolf en 1557), por lo que tiene sus orígenes en la misma fundación de Roma. La característica predominante de la historia bizantina es la excepcional longevidad del imperio, a pesar de haber enfrentado innumerables desafíos a lo largo de su existencia, como lo refleja la gran cantidad de asedios que sufrió su capital, Constantinopla. La creación de esta ciudad por Constantino en 330 constituyó un punto de partida en la etapa medieval del Imperio oriental, la cual fue seguido por la división en dos partes del Imperio romano en 395 por el emperador Teodosio I el Grande. En efecto, la ubicación de Constantinopla en la encrucijada entre Oriente y Occidente contribuyó, en gran medida, a la inmensa riqueza del Imperio. Esta riqueza junto con su gran prestigio lo hicieron un imperio respetado, pero también en uno muy codiciado. Además, la riqueza de fuentes históricas imperiales permite una visión global y detallada de la historia bizantina, aunque la imparcialidad de los historiadores, a menudo cercanos al poder, sea a veces cuestionable.
Tras la caída del Imperio romano de Occidente, la parte oriental desarrolló rápidamente características que la hicieron única. George Ostrogorsky describe el Imperio bizantino como «la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado». Esta evolución progresiva de un Imperio romano a un imperio más específico tuvo lugar en el curso del siglo VI, después de que Justiniano I hubiera intentado, con éxito variable, restaurar la universalidad del Imperio.
Las conquistas árabes de Siria, Egipto y África del Norte, asociadas con las incursiones búlgaras en los Balcanes y lombardas en Italia, obligaron al Imperio a refundarse sobre nuevas bases. La historiografía moderna considera esta transición como un paso de la forma proto-bizantina (o paleo-bizantina) del Imperio a su forma meso-bizantina. Esta última etapa se prolongaría hasta 1204 y estuvo caracterizada por el período iconoclasta, que significó el conflicto entre los partidarios y adversarios de los iconos hasta mediados del siglo IX. Tal conflicto interno impidió que el imperio llevara a cabo una política exterior ofensiva; sin embargo, los emperadores lograron defender Constantinopla frente a los peligros externos, en particular, árabes.
El éxito de los iconódulos y el establecimiento de la dinastía macedónica en 867 llevó al Imperio a un período de gloria, tanto en el plano cultural como en el territorial. Llegó a su apogeo cuando Basilio II derrotó a los búlgaros y dejó al imperio más extenso de lo que había sido desde Heraclio. No obstante, después de su muerte en 1025, los conflictos entre las noblezas civil y militar, junto con la aparición de nuevas amenazas, condujeron al imperio al borde de la ruina. La derrota de Manzikert contra los selyúcidas en 1071 tuvo como consecuencia la pérdida del Asia Menor y la llegada al poder de los Comneno en 1081. Estos últimos lograron restablecer el poderío imperial, aunque sin recuperar el conjunto de territorios perdidos, mientras que la animosidad entre el imperio y los europeos occidentales (latinos) se incrementó progresivamente con la aparición del fenómeno de las Cruzadas. Estas tensiones llevaron a la toma de Constantinopla en 1204 durante la Cuarta Cruzada y a la división del imperio en territorios latinos y griegos.
Si bien el Imperio de Nicea fue capaz de recuperar Constantinopla en 1261 y restablecer el Imperio, los Paleólogos no pudieron hacer frente a los diversos desafíos que encontraron. Arruinado económicamente por las repúblicas italianas, debilitado interiormente por una aristocracia todopoderosa e incapaz de oponerse a la presión otomana, el Imperio finalmente terminó por caer en 1453, tras siglo y medio de lenta agonía. Esta debacle estuvo marcada por una profunda renovación cultural que permitió la propagación de su influencia por toda Europa, incluso cuando su territorio se había reducido irremediablemente.
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La historia del Imperio bizantino se extiende desde el siglo IV hasta 1453. "Bizancio" es el nombre con el que se le conoce la mitad oriental y griega del Imperio romano que sobrevivió hasta 1453 (denominado «bizantino» por el historiador alemán Hieronymus Wolf en 1557), por lo que tiene sus orígenes en la misma fundación de Roma. La característica predominante de la historia bizantina es la excepcional longevidad del imperio, a pesar de haber enfrentado innumerables desafíos a lo largo de su existencia, como lo refleja la gran cantidad de asedios que sufrió su capital, Constantinopla. La creación de esta ciudad por Constantino en 330 constituyó un punto de partida en la etapa medieval del Imperio oriental, la cual fue seguido por la división en dos partes del Imperio romano en 395 por el emperador Teodosio I el Grande. En efecto, la ubicación de Constantinopla en la encrucijada entre Oriente y Occidente contribuyó, en gran medida, a la inmensa riqueza del Imperio. Esta riqueza junto con su gran prestigio lo hicieron un imperio respetado, pero también en uno muy codiciado. Además, la riqueza de fuentes históricas imperiales permite una visión global y detallada de la historia bizantina, aunque la imparcialidad de los historiadores, a menudo cercanos al poder, sea a veces cuestionable.
Tras la caída del Imperio romano de Occidente, la parte oriental desarrolló rápidamente características que la hicieron única. George Ostrogorsky describe el Imperio bizantino como «la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado». Esta evolución progresiva de un Imperio romano a un imperio más específico tuvo lugar en el curso del siglo VI, después de que Justiniano I hubiera intentado, con éxito variable, restaurar la universalidad del Imperio.
Las conquistas árabes de Siria, Egipto y África del Norte, asociadas con las incursiones búlgaras en los Balcanes y lombardas en Italia, obligaron al Imperio a refundarse sobre nuevas bases. La historiografía moderna considera esta transición como un paso de la forma proto-bizantina (o paleo-bizantina) del Imperio a su forma meso-bizantina. Esta última etapa se prolongaría hasta 1204 y estuvo caracterizada por el período iconoclasta, que significó el conflicto entre los partidarios y adversarios de los iconos hasta mediados del siglo IX. Tal conflicto interno impidió que el imperio llevara a cabo una política exterior ofensiva; sin embargo, los emperadores lograron defender Constantinopla frente a los peligros externos, en particular, árabes.
El éxito de los iconódulos y el establecimiento de la dinastía macedónica en 867 llevó al Imperio a un período de gloria, tanto en el plano cultural como en el territorial. Llegó a su apogeo cuando Basilio II derrotó a los búlgaros y dejó al imperio más extenso de lo que había sido desde Heraclio. No obstante, después de su muerte en 1025, los conflictos entre las noblezas civil y militar, junto con la aparición de nuevas amenazas, condujeron al imperio al borde de la ruina. La derrota de Manzikert contra los selyúcidas en 1071 tuvo como consecuencia la pérdida del Asia Menor y la llegada al poder de los Comneno en 1081. Estos últimos lograron restablecer el poderío imperial, aunque sin recuperar el conjunto de territorios perdidos, mientras que la animosidad entre el imperio y los europeos occidentales (latinos) se incrementó progresivamente con la aparición del fenómeno de las Cruzadas. Estas tensiones llevaron a la toma de Constantinopla en 1204 durante la Cuarta Cruzada y a la división del imperio en territorios latinos y griegos.
Si bien el Imperio de Nicea fue capaz de recuperar Constantinopla en 1261 y restablecer el Imperio, los Paleólogos no pudieron hacer frente a los diversos desafíos que encontraron. Arruinado económicamente por las repúblicas italianas, debilitado interiormente por una aristocracia todopoderosa e incapaz de oponerse a la presión otomana, el Imperio finalmente terminó por caer en 1453, tras siglo y medio de lenta agonía. Esta debacle estuvo marcada por una profunda renovación cultural que permitió la propagación de su influencia por toda Europa, incluso cuando su territorio se había reducido irremediablemente.