October 2023 1 6 Report
que sucede en el texto “Borges y yo" y “el otro yo”​

Borges y yo
-Jorge Luis Borges
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar
el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un
diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la
prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.
Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa
literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar,
quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a
perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me
consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra
eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco
menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y
pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que
idear otras
cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.
FIN
El Otro Yo
-Mario Benedetti
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se
metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los
atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte, el
Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En
la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento,
el muchacho no supo qué hacer, pero después se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la
mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser
enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que
se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía
bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

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