El Espíritu Santo, más que una creencia, debe ser una vivencia. Exclamar «creo en el Espíritu Santo», más que el enunciado de un credo, ha de ser el testimonio irrefutable del que ha experimentado en su vida la acción del Espíritu de Dios vivo.
Pero si no nos familiarizamos con el Espíritu Santo, si no reconocemos su acción, la última parte de nuestro Credo se nos convierte en un índice de fórmulas: la Iglesia se reducirá a ser una organización folclórica, la comunión de los santos será una teoría inútil, el perdón de los pecados un objetivo inalcanzable, la resurrección de la carne un irracional deseo y la vida eterna no será más que una utopía delirante.
En la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo que no los dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo, quien sería su «Consolador», que estaría siempre «en ellos», que les recordaría todo lo que él les había enseñado, y que los llevaría a toda la verdad.
El Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en ustedes», les dijo Jesús (Jn 14, 17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora, ya no sería algo externo sino interno, estaría «dentro de ellos».
El día de Pentecostés, los discípulos precisamente tuvieron por primera vez la experiencia de sentir la presencia de Dios «en ellos». Nunca más los creyentes se sintieron desamparados ni en medio de las luchas más difíciles. Estaban plenamente seguros de que el Espíritu Santo los «consolaba» y los «iba guiando a toda la verdad».
El Espíritu Santo es quien hace fecunda la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Es quien nos hace comprender su Palabra y que la podamos vivir. Es también quien nos une con el Padre y con el Hijo en oración, nos mueve a alabar a Dios y a proclamarlo Señor de nuestras vidas:
«Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia (Cat. Nº 683).
El Espíritu Santo, más que una creencia, debe ser una vivencia. Exclamar «creo en el Espíritu Santo», más que el enunciado de un credo, ha de ser el testimonio irrefutable del que ha experimentado en su vida la acción del Espíritu de Dios vivo.
Pero si no nos familiarizamos con el Espíritu Santo, si no reconocemos su acción, la última parte de nuestro Credo se nos convierte en un índice de fórmulas: la Iglesia se reducirá a ser una organización folclórica, la comunión de los santos será una teoría inútil, el perdón de los pecados un objetivo inalcanzable, la resurrección de la carne un irracional deseo y la vida eterna no será más que una utopía delirante.
En la última Cena, Jesús hizo a sus apóstoles una maravillosa promesa. Les dijo que no los dejaría «huérfanos», sino que iba a enviarles el Espíritu Santo, quien sería su «Consolador», que estaría siempre «en ellos», que les recordaría todo lo que él les había enseñado, y que los llevaría a toda la verdad.
El Espíritu Santo sería, según esa promesa de Jesús, su «Sustituto». «Él estará en ustedes», les dijo Jesús (Jn 14, 17). Antes, Jesús estaba «con» ellos. Ahora, ya no sería algo externo sino interno, estaría «dentro de ellos».
El día de Pentecostés, los discípulos precisamente tuvieron por primera vez la experiencia de sentir la presencia de Dios «en ellos». Nunca más los creyentes se sintieron desamparados ni en medio de las luchas más difíciles. Estaban plenamente seguros de que el Espíritu Santo los «consolaba» y los «iba guiando a toda la verdad».
El Espíritu Santo es quien hace fecunda la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Es quien nos hace comprender su Palabra y que la podamos vivir. Es también quien nos une con el Padre y con el Hijo en oración, nos mueve a alabar a Dios y a proclamarlo Señor de nuestras vidas:
«Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia (Cat. Nº 683).