Si partimos de la máxima de Chur-chill, «la democracia es el menos malo de los sistemas políticos», estamos aceptando que todos los sistemas políticos son por esencia malos, y la cuestión es si esto nos debe obligar a asumirlo con indolencia o, al contrario, se debe evolucionar hacia un sistema democrático mas avanzado que se convierta en un buen sistema por esencia. La Democracia nace del más puro racionalismo donde la regla de la mayoría se impone como un todo, presentándose como el límite. Por ejemplo, cuando en las modernas democracias se establece como un principio el respeto a las minorías, esto siempre se ha de hacer desde la asunción de la mayoría. En la actualidad, este racionalismo está siendo superado por un mundo emocional, y esto ha hecho desembarcar en los actuales sistemas democráticos lo que se denomina la democracia de las emociones, de lo que es buen ejemplo la Cataluña actual. El sociólogo inglés Anthony Giddens, autor de los postulados de la Tercera Vía, entre el capitalismo liberal y el socialismo, sostiene que «hay en marcha una revolución mundial sobre cómo nos concebimos a nosotros mismos y cómo formamos lazos y relaciones con los demás», y sobre esta base construye el concepto de «democracia de las emociones». Según este autor, hablar de una democracia de las emociones implica la observancia y aplicación de estas nuevas relaciones humanas a la democracia pública. El gobierno democrático, desde su invención en la Atenas de Pericles y hasta nuestros días, ha experimentado cambios profundos. En el marco de las ideas, bastante amplias y a veces no del todo claras a propósito de lo que en efecto es una democracia, resulta imperativo apuntar que no obstante estas verdades pueden observarse algunos criterios fundamentales que la sustentan y le otorgan su particular fisonomía. Igualdad, libertad y garantía de los derechos son ejes de los cuales no puede desprenderse una democracia. Ahora bien, todo esto se puede frustrar si las emociones lo acaban inundando todo, no se puede superar el respeto a las bases sólidas de lo racional. En las relaciones personales acudimos constantemente a las emociones para interactuar, sin embargo, en las decisiones políticas que afectan a toda una nación lo único a lo que podemos agarrarnos es a lo racional sin tomar en cuenta las emociones no justificadas. Pero el problema radica en que en la actualidad se están instalando fuerzas políticas que apelan permanente a las emociones, culpando a la clase política actual de todo lo malo que le puede ocurrir a Europa actualmente, convirtiendo los sentimientos de malestar en su principal argumento. Este discurso exime de esfuerzos para buscar soluciones a las dificultades que está atravesando Europa, solamente pretenden la exacerbación del sentimiento de desagrado para justificar su acceso a poder. Hay que identificar este tipo de discursos afectivos y populistas falsos que al no conseguir convencer haciendo uso de la razón utilizan nuestras emociones. El dilema que opone las emociones a la razón en democracia tiene solución: asumir una conciencia colectiva de ciudadanos responsables dueños de su destino y que ejercen un control responsable de las acciones de los que gobiernan.
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Si partimos de la máxima de Chur-chill, «la democracia es el menos malo de los sistemas políticos», estamos aceptando que todos los sistemas políticos son por esencia malos, y la cuestión es si esto nos debe obligar a asumirlo con indolencia o, al contrario, se debe evolucionar hacia un sistema democrático mas avanzado que se convierta en un buen sistema por esencia. La Democracia nace del más puro racionalismo donde la regla de la mayoría se impone como un todo, presentándose como el límite. Por ejemplo, cuando en las modernas democracias se establece como un principio el respeto a las minorías, esto siempre se ha de hacer desde la asunción de la mayoría. En la actualidad, este racionalismo está siendo superado por un mundo emocional, y esto ha hecho desembarcar en los actuales sistemas democráticos lo que se denomina la democracia de las emociones, de lo que es buen ejemplo la Cataluña actual. El sociólogo inglés Anthony Giddens, autor de los postulados de la Tercera Vía, entre el capitalismo liberal y el socialismo, sostiene que «hay en marcha una revolución mundial sobre cómo nos concebimos a nosotros mismos y cómo formamos lazos y relaciones con los demás», y sobre esta base construye el concepto de «democracia de las emociones». Según este autor, hablar de una democracia de las emociones implica la observancia y aplicación de estas nuevas relaciones humanas a la democracia pública. El gobierno democrático, desde su invención en la Atenas de Pericles y hasta nuestros días, ha experimentado cambios profundos. En el marco de las ideas, bastante amplias y a veces no del todo claras a propósito de lo que en efecto es una democracia, resulta imperativo apuntar que no obstante estas verdades pueden observarse algunos criterios fundamentales que la sustentan y le otorgan su particular fisonomía. Igualdad, libertad y garantía de los derechos son ejes de los cuales no puede desprenderse una democracia. Ahora bien, todo esto se puede frustrar si las emociones lo acaban inundando todo, no se puede superar el respeto a las bases sólidas de lo racional. En las relaciones personales acudimos constantemente a las emociones para interactuar, sin embargo, en las decisiones políticas que afectan a toda una nación lo único a lo que podemos agarrarnos es a lo racional sin tomar en cuenta las emociones no justificadas. Pero el problema radica en que en la actualidad se están instalando fuerzas políticas que apelan permanente a las emociones, culpando a la clase política actual de todo lo malo que le puede ocurrir a Europa actualmente, convirtiendo los sentimientos de malestar en su principal argumento. Este discurso exime de esfuerzos para buscar soluciones a las dificultades que está atravesando Europa, solamente pretenden la exacerbación del sentimiento de desagrado para justificar su acceso a poder. Hay que identificar este tipo de discursos afectivos y populistas falsos que al no conseguir convencer haciendo uso de la razón utilizan nuestras emociones. El dilema que opone las emociones a la razón en democracia tiene solución: asumir una conciencia colectiva de ciudadanos responsables dueños de su destino y que ejercen un control responsable de las acciones de los que gobiernan.