Es indudable que el Perú vive uno de sus mejores momentos. El crecimiento económico sostenido de la última década ha permitido disminuir la pobreza a casi la mitad: del 48% al 28%, y en menor medida (un 13%), la desigualdad: de un GINI de 0,55 en 2004 a uno de 0,48 en 2010. ¿Significa eso que “ya la hicimos”? Lo dudo, pues tenemos que preguntarnos si basta un mayor consumo, una moneda fuerte y más automóviles y celulares para convertirnos en una sociedad moderna, más segura, menos corrupta y socialmente más integrada. Es decir, si estamos al mismo tiempo creando una cultura y valores compartidos en torno a cuatro dimensiones claves para el desarrollo, como lo sugiere Kliksberg.
La primera de estas dimensiones culturales es la confianza, tanto entre las personas como en las instituciones. ¿En quién confiamos las y los peruanos? Sin duda, muy poco en instituciones claves para la democracia. Según un estudio reciente, un 89% de los jóvenes desconfiaban de los partidos políticos y del Gobierno, y un 87% de la justicia y del Congreso. Casi todas las instituciones públicas (con excepción de la Iglesia) salían “jaladas” en el rubro confianza. Asimismo, pese a la descentralización, el Perú es el penúltimo país en América Latina y el Caribe en donde la gente confía en sus gobiernos locales (municipios), con apenas 42,1%, ligeramente mejor que en Haití (35%). La desconfianza está directamente asociada a la desigualdad, como lo saben bien las empresas mineras, de hidrocarburos y otras que operan en contextos culturales distintos en donde la pobreza y la falta de poder político nutren esta falta de confianza.
El segundo aspecto clave para el desarrollo es la capacidad de las personas para asociarse y cooperar, y para defender sus intereses por vías democráticas. En este sentido también tenemos serias dificultades. La protesta violenta, la toma de carreteras y la destrucción de locales públicos y privados son el pan de cada día. Aunque sin duda muchas de estas acciones son propiciadas por dirigencias e incluso autoridades locales violentistas y antisistema, es evidente que el sustrato que les da soporte es la poca eficiencia, legitimidad y apertura de los canales democráticos institucionales (Congreso, partidos políticos, sindicatos y el propio Ejecutivo) para canalizar estos reclamos y protestas en forma pacífica y efectiva. (Merece señalarse que la densidad del tejido social entre los sectores populares es mucho mayor que en los sectores medios.) Una multiplicidad de organizaciones locales, incluso en las comunidades más alejadas, que pueden carecer de legalidad pero no de legitimidad, recurren a la protesta violenta ante la frustración de no ser escuchados y atendidos en sus reclamos y expectativas. El Perú ocupa el tercer lugar entre los países de ALC en cuanto a mayor participación en protestas y en su justificación de éstas, incluso si son violentas, como un método “normal” de participación política. Ésta es otra de las debilidades de nuestra democracia formal que se basa en lo ya señalado: la falta de confianza en las instituciones públicas.
Respuesta:
Es indudable que el Perú vive uno de sus mejores momentos. El crecimiento económico sostenido de la última década ha permitido disminuir la pobreza a casi la mitad: del 48% al 28%, y en menor medida (un 13%), la desigualdad: de un GINI de 0,55 en 2004 a uno de 0,48 en 2010. ¿Significa eso que “ya la hicimos”? Lo dudo, pues tenemos que preguntarnos si basta un mayor consumo, una moneda fuerte y más automóviles y celulares para convertirnos en una sociedad moderna, más segura, menos corrupta y socialmente más integrada. Es decir, si estamos al mismo tiempo creando una cultura y valores compartidos en torno a cuatro dimensiones claves para el desarrollo, como lo sugiere Kliksberg.
La primera de estas dimensiones culturales es la confianza, tanto entre las personas como en las instituciones. ¿En quién confiamos las y los peruanos? Sin duda, muy poco en instituciones claves para la democracia. Según un estudio reciente, un 89% de los jóvenes desconfiaban de los partidos políticos y del Gobierno, y un 87% de la justicia y del Congreso. Casi todas las instituciones públicas (con excepción de la Iglesia) salían “jaladas” en el rubro confianza. Asimismo, pese a la descentralización, el Perú es el penúltimo país en América Latina y el Caribe en donde la gente confía en sus gobiernos locales (municipios), con apenas 42,1%, ligeramente mejor que en Haití (35%). La desconfianza está directamente asociada a la desigualdad, como lo saben bien las empresas mineras, de hidrocarburos y otras que operan en contextos culturales distintos en donde la pobreza y la falta de poder político nutren esta falta de confianza.
El segundo aspecto clave para el desarrollo es la capacidad de las personas para asociarse y cooperar, y para defender sus intereses por vías democráticas. En este sentido también tenemos serias dificultades. La protesta violenta, la toma de carreteras y la destrucción de locales públicos y privados son el pan de cada día. Aunque sin duda muchas de estas acciones son propiciadas por dirigencias e incluso autoridades locales violentistas y antisistema, es evidente que el sustrato que les da soporte es la poca eficiencia, legitimidad y apertura de los canales democráticos institucionales (Congreso, partidos políticos, sindicatos y el propio Ejecutivo) para canalizar estos reclamos y protestas en forma pacífica y efectiva. (Merece señalarse que la densidad del tejido social entre los sectores populares es mucho mayor que en los sectores medios.) Una multiplicidad de organizaciones locales, incluso en las comunidades más alejadas, que pueden carecer de legalidad pero no de legitimidad, recurren a la protesta violenta ante la frustración de no ser escuchados y atendidos en sus reclamos y expectativas. El Perú ocupa el tercer lugar entre los países de ALC en cuanto a mayor participación en protestas y en su justificación de éstas, incluso si son violentas, como un método “normal” de participación política. Ésta es otra de las debilidades de nuestra democracia formal que se basa en lo ya señalado: la falta de confianza en las instituciones públicas.
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