Una impresión que recibí aquella noche fue que Dios es justo. Alma dijo: “¿…supones tú que la misericordia puede robar a la justicia? Te digo que no, ni un ápice. Si fuera así, Dios dejaría de ser Dios” (Alma 42:25). Y el apóstol Pablo dijo a los gálatas: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado, porque todo lo que el hombre siembre, eso también segará” (Gálatas 6:7).
Otra cosa que me vino a la mente es que Pablo verdaderamente quiso decir que segamos lo que sembramos. Me di cuenta de que si sembramos cardos, no esperamos cosechar fresas; si sembramos odio, realmente no esperamos recibir amor en abundancia. Recibimos lo que sembramos.
Luego, al recordar a aquellos hombres vestidos de azul, también pensé: es verdad que cosechamos lo que sembramos; pero, de algún modo, siempre cosechamos una cantidad mayor. Si sembramos unos pocos cardos, crecerán un montón de ellos, por años y años, arbustos grandes con ramas abundantes; nunca nos libraremos de ellos a menos que los cortemos de raíz. Si sembramos un poquito de odio, antes de que nos demos cuenta habremos cosechado mucho odio —un odio ardiente, enconado y beligerante, y finalmente contencioso y malvado.
Después, irónicamente, me reconfortó el darme cuenta de que mi primera idea —la de que Dios es justo— no era tan dolorosa como sonaba. Por mucho que nos asuste el hecho de que todos hemos pecado y sin importar cuán atemorizador sea el considerar a un Dios justo, me resulta mucho más aterrador imaginar a un Dios injusto.
Un principio básico de la doctrina de los Santos de los Últimos Días es que necesitamos saber que Dios es justo a fin de seguir adelante. Uno de Sus atributos es la justicia y, debido al temor, no tendríamos la fe para vivir con rectitud, ni para amar más profundamente, ni para estar más dispuestos a arrepentirnos, si no pensáramos que la justicia estará de nuestra parte o si creyéramos que Dios puede cambiar de parecer y optar por un conjunto de reglas diferentes1. Debido a que sabemos que Dios es justo y que dejaría de ser Dios si no lo fuera, tenemos la fe para seguir adelante con el conocimiento de que no seremos víctimas de la arbitrariedad ni del capricho, ni del mal humor, ni de una broma maliciosa. Esa seguridad es muy alentadora.
La misericordia de Dios
Entonces se me cruzó otro pensamiento: ¡Cuán agradecido estaba por saber que Dios, debido a Quien es, también tiene que ser un Dios misericordioso! En el capítulo 42 de Alma, después de haberle señalado a Coriantón que Dios tiene que ser justo, Alma le explicó que ese mismo Dios también tenía que ser misericordioso y que esa misericordia reclamaría al penitente. Ahora ese concepto adquirió una perspectiva diferente para mí, precisamente porque acababa de estar en la penitenciaría. Eso me dio ánimo: La misericordia podía reclamar al penitente; por lo tanto, llegué a la conclusión de que si aquellos hombres habían tenido que ir a la penitenciaría para beneficiarse del don de la misericordia —si por estar allí habían descubierto el evangelio de Jesucristo, las Escrituras o la Expiación— entonces valió la pena que estuvieran presos.
Por lo tanto, vayamos al lugar de penitencia: al obispo, al Señor, a quienes hayamos ofendido o a quienes nos hayan ofendido a nosotros. Supongo que tenemos a nuestro alrededor nuestras pequeñas penitenciarías privadas. Si el ir allí es lo que nos hace falta para ser verdaderamente penitentes y para estar en condiciones de reclamar el don de la misericordia, entonces debemos hacerlo.
Sé que no es fácil retroceder, deshacer lo hecho y comenzar de nuevo, pero creo con todo mi corazón que es más fácil, y sin duda más satisfactorio, embarcarse en un nuevo comienzo que continuar adelante tratando de creer que la justicia no exigirá su precio.
Respuesta:
Una impresión que recibí aquella noche fue que Dios es justo. Alma dijo: “¿…supones tú que la misericordia puede robar a la justicia? Te digo que no, ni un ápice. Si fuera así, Dios dejaría de ser Dios” (Alma 42:25). Y el apóstol Pablo dijo a los gálatas: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado, porque todo lo que el hombre siembre, eso también segará” (Gálatas 6:7).
Otra cosa que me vino a la mente es que Pablo verdaderamente quiso decir que segamos lo que sembramos. Me di cuenta de que si sembramos cardos, no esperamos cosechar fresas; si sembramos odio, realmente no esperamos recibir amor en abundancia. Recibimos lo que sembramos.
Luego, al recordar a aquellos hombres vestidos de azul, también pensé: es verdad que cosechamos lo que sembramos; pero, de algún modo, siempre cosechamos una cantidad mayor. Si sembramos unos pocos cardos, crecerán un montón de ellos, por años y años, arbustos grandes con ramas abundantes; nunca nos libraremos de ellos a menos que los cortemos de raíz. Si sembramos un poquito de odio, antes de que nos demos cuenta habremos cosechado mucho odio —un odio ardiente, enconado y beligerante, y finalmente contencioso y malvado.
Después, irónicamente, me reconfortó el darme cuenta de que mi primera idea —la de que Dios es justo— no era tan dolorosa como sonaba. Por mucho que nos asuste el hecho de que todos hemos pecado y sin importar cuán atemorizador sea el considerar a un Dios justo, me resulta mucho más aterrador imaginar a un Dios injusto.
Un principio básico de la doctrina de los Santos de los Últimos Días es que necesitamos saber que Dios es justo a fin de seguir adelante. Uno de Sus atributos es la justicia y, debido al temor, no tendríamos la fe para vivir con rectitud, ni para amar más profundamente, ni para estar más dispuestos a arrepentirnos, si no pensáramos que la justicia estará de nuestra parte o si creyéramos que Dios puede cambiar de parecer y optar por un conjunto de reglas diferentes1. Debido a que sabemos que Dios es justo y que dejaría de ser Dios si no lo fuera, tenemos la fe para seguir adelante con el conocimiento de que no seremos víctimas de la arbitrariedad ni del capricho, ni del mal humor, ni de una broma maliciosa. Esa seguridad es muy alentadora.
La misericordia de Dios
Entonces se me cruzó otro pensamiento: ¡Cuán agradecido estaba por saber que Dios, debido a Quien es, también tiene que ser un Dios misericordioso! En el capítulo 42 de Alma, después de haberle señalado a Coriantón que Dios tiene que ser justo, Alma le explicó que ese mismo Dios también tenía que ser misericordioso y que esa misericordia reclamaría al penitente. Ahora ese concepto adquirió una perspectiva diferente para mí, precisamente porque acababa de estar en la penitenciaría. Eso me dio ánimo: La misericordia podía reclamar al penitente; por lo tanto, llegué a la conclusión de que si aquellos hombres habían tenido que ir a la penitenciaría para beneficiarse del don de la misericordia —si por estar allí habían descubierto el evangelio de Jesucristo, las Escrituras o la Expiación— entonces valió la pena que estuvieran presos.
Por lo tanto, vayamos al lugar de penitencia: al obispo, al Señor, a quienes hayamos ofendido o a quienes nos hayan ofendido a nosotros. Supongo que tenemos a nuestro alrededor nuestras pequeñas penitenciarías privadas. Si el ir allí es lo que nos hace falta para ser verdaderamente penitentes y para estar en condiciones de reclamar el don de la misericordia, entonces debemos hacerlo.
Sé que no es fácil retroceder, deshacer lo hecho y comenzar de nuevo, pero creo con todo mi corazón que es más fácil, y sin duda más satisfactorio, embarcarse en un nuevo comienzo que continuar adelante tratando de creer que la justicia no exigirá su precio.
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