Uno de los temas estrella de la reflexión científica de los últimos años ha sido, y es, el de la construcción de la mente como propiedad emergente de la actividad cerebral y del papel representado por el lenguaje en este proceso tan fascinante. Si nos situamos en el umbral de los seis millones de años atrás, nuestros antepasados directos no serían demasiado diferentes de los actuales chimpancés tanto en lo referente a sus habilidades comunicativas como a la organización social. Y, entonces, nuestros antepasados iniciaron un recorrido de naturaleza irreversible consistente en cambios biológicos correlacionados con cambios en la actividad cognitiva y en el comportamiento mediante el fenómeno de retroalimentación más fantástico que podamos imaginar hasta llegar a nosotros, sapiens, como punto y final. A este recorrido lo llamamos proceso de hominización y para reseguirlo, y reconstruirlo, muy a menudo vamos realmente a tientas, tanto por las pocas trazas que tenemos de él, sobre todo de las primeras tres cuartas partes, como por la dificultad de interpretarlas.
El punto de partida de este proceso, como resultado de cambios sustanciales en los ecosistemas que enmarcaban la vida de nuestros antepasados, fue la bipedestación. De la vida primate, más o menos halagüeña, configurada a partir de las abundancias de la espesura de los bosques en hojas y en fruta, fueron arrojados, en unos cuantos miles de generaciones, a las incertidumbres de la sabana, donde, para ganarse la vida, haría falta afinar el ingenio y hacer buenas inversiones en la bolsa de las relaciones sociales. Al andar derechos, aquellos primates antepasados nuestros iniciaron los cambios biológicos que, a través de la hominización biológica y la humanización cognitiva y cultural, habrían de conducir hasta la única especie homínida existente desde hace unos treinta mil años, la nuestra. Reflexionemos ahora un poco sobre estos cambios biológicos y sobre las posibles consecuencias de cara a configurar el proceso de humanización, en el cual tendría un papel decisivo el lenguaje.
Del primer tercio del recorrido por estos seis millones de años de especies homínidas sabemos muy poco. Sólo la certeza del andar sobre un par de pies y algunos indicios de cambios en la configuración mandibular –respecto de los chimpancés– consistente en una escasa reducción de los colmillos y de los caninos, lo que podía hacer pensar que los cambios en la ecología tenían efecto en algunos cambios en la dieta de aquellos primeros Ardipitecus y, después, Australopitecus. Con todo, no estamos en condiciones de afirmar nada en relación con cambios en su organización social o en sus formas de comunicación. Ahora bien, de la primera mitad del segundo tercio, con los australopitecos, ya tenemos toda una multitud de signos que nos permiten confirmar una muy buena adaptación a la sabana. Disponemos de cráneos casi enteros y, si bien de la parte blanda de su interior no hemos podido conservar nada, el análisis de las placas endocraneanas, realizado, entre otros, por Tobias y Holloway, nos podría sugerir tanto una cierta inflexión hacia la distinción de aquellas zonas cerebrales que en nosotros corresponden a las áreas de Broca y de Wernicke, directamente relacionadas con el lenguaje, como también un cierto grado de lateralización cerebral.
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Uno de los temas estrella de la reflexión científica de los últimos años ha sido, y es, el de la construcción de la mente como propiedad emergente de la actividad cerebral y del papel representado por el lenguaje en este proceso tan fascinante. Si nos situamos en el umbral de los seis millones de años atrás, nuestros antepasados directos no serían demasiado diferentes de los actuales chimpancés tanto en lo referente a sus habilidades comunicativas como a la organización social. Y, entonces, nuestros antepasados iniciaron un recorrido de naturaleza irreversible consistente en cambios biológicos correlacionados con cambios en la actividad cognitiva y en el comportamiento mediante el fenómeno de retroalimentación más fantástico que podamos imaginar hasta llegar a nosotros, sapiens, como punto y final. A este recorrido lo llamamos proceso de hominización y para reseguirlo, y reconstruirlo, muy a menudo vamos realmente a tientas, tanto por las pocas trazas que tenemos de él, sobre todo de las primeras tres cuartas partes, como por la dificultad de interpretarlas.
El punto de partida de este proceso, como resultado de cambios sustanciales en los ecosistemas que enmarcaban la vida de nuestros antepasados, fue la bipedestación. De la vida primate, más o menos halagüeña, configurada a partir de las abundancias de la espesura de los bosques en hojas y en fruta, fueron arrojados, en unos cuantos miles de generaciones, a las incertidumbres de la sabana, donde, para ganarse la vida, haría falta afinar el ingenio y hacer buenas inversiones en la bolsa de las relaciones sociales. Al andar derechos, aquellos primates antepasados nuestros iniciaron los cambios biológicos que, a través de la hominización biológica y la humanización cognitiva y cultural, habrían de conducir hasta la única especie homínida existente desde hace unos treinta mil años, la nuestra. Reflexionemos ahora un poco sobre estos cambios biológicos y sobre las posibles consecuencias de cara a configurar el proceso de humanización, en el cual tendría un papel decisivo el lenguaje.
Del primer tercio del recorrido por estos seis millones de años de especies homínidas sabemos muy poco. Sólo la certeza del andar sobre un par de pies y algunos indicios de cambios en la configuración mandibular –respecto de los chimpancés– consistente en una escasa reducción de los colmillos y de los caninos, lo que podía hacer pensar que los cambios en la ecología tenían efecto en algunos cambios en la dieta de aquellos primeros Ardipitecus y, después, Australopitecus. Con todo, no estamos en condiciones de afirmar nada en relación con cambios en su organización social o en sus formas de comunicación. Ahora bien, de la primera mitad del segundo tercio, con los australopitecos, ya tenemos toda una multitud de signos que nos permiten confirmar una muy buena adaptación a la sabana. Disponemos de cráneos casi enteros y, si bien de la parte blanda de su interior no hemos podido conservar nada, el análisis de las placas endocraneanas, realizado, entre otros, por Tobias y Holloway, nos podría sugerir tanto una cierta inflexión hacia la distinción de aquellas zonas cerebrales que en nosotros corresponden a las áreas de Broca y de Wernicke, directamente relacionadas con el lenguaje, como también un cierto grado de lateralización cerebral.
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