La afectividad es el sentido humano del valor. Es una forma peculiar de percibir la realidad en la que ésta se nos da como no indiferente, como algo que nos afecta. En el lenguaje de Max Scheler, la «estimativa» cumple la función de ese sensor. En los actos de estima el valor de las cosas nos arranca de la indiferencia hacia ellas.
La madurez afectiva :
En general, los afectos no son ni buenos ni malos; su cualidad humana depende de su objeto. El amor, el apego o la pregnancia es bueno cuando está dirigido a lo valioso y atractivo, y el odio, el desapego o la repugnancia lo son también cuando atañen a lo disvalioso y repulsivo. Ya lo vimos al comentar ideas de Scheler. Lo importante es tener sentimientos que se ajusten, que hagan justicia a la realidad, y un síntoma de que alguien ha madurado afectivamente se aprecia cuando lo bueno le parece bien y lo malo mal. Pero el sentimiento mismo no puede suministrar el criterio para discernir lo que en verdad es amable u odioso. Sólo puede proporcionar fuerza, pulsión, pero no la orientación justa para ese impulso. De ahí que las filias y las fobias no sean lo más adecuado para llevar la batuta de nuestra conducta. Ha de ser más bien la razón y el juicio de valor, contrastado, quienes lleven los mandos. Eso no significa que la razón deba reprimir la pasión, sino que ha de ser la instancia que en último término decida darle un curso u otro..,Me parece un error el planteamiento de que la educación afectiva ha de orientarse a que la gente sea capaz de expresar todo lo que siente sin inhibiciones de ningún tipo. Dar «rienda suelta» a todo lo que uno siente es más bien un rasgo típico del inmaduro. Hay afectos que conviene soltar y otros a los que vale la pena estrechar el cerco, o incluso desechar de un manotazo; hay entusiasmos que es razonable alentar, y otros que no tanto.
La autoestima :
Lo que se acaba de consignar no supone detrimento alguno al valor humano de la afectividad; tan sólo muestra la importancia de poner orden ahí, empresa difícil que, con todo, constituye la clave de que una persona tenga, en la medida de lo posible –y siempre es esto posible en alguna medida– su vida en sus propias manos. Tal es la condición del individuo que Aristóteles calificaba de autarkés, la persona que se basta a sí misma, que ha alcanzado a ser principio de su propia conducta, digamos –en una traducción un poco libre– piloto de su vida.
Los jóvenes son especialmente sensibles para captar la importancia de esos empeños magnánimos. Aunque por razones bien comprensibles traten de ocultarlo, se crecen cuando se les exige y, por el contrario, sienten gran desazón cuando no se les piden esfuerzos extraordinarios. A mi juicio, constituye un error descomunal pensar que ponerles metas muy altas les va a traumatizar. Es justo al contrario. Hoy muchos educadores están inclinados a abandonar sus deberes, por la falsa representación de que pedir a alguien un esfuerzo serio es exponerle al fracaso si no da la talla. Cuando la meta es alta, y grande el esfuerzo requerido para lograrla, es lógico que muchos no la alcancen al primer intento, pero lo normal entre la gente joven no es «tirar la toalla» tras un primer fracaso, sino disponerse a intentarlo de nuevo, redoblando el esfuerzo, las veces que sea necesario. A eso colabora una exigencia alentadora. Una de las pasiones más fuertes del ser humano es la esperanza, el deseo de ir a más, o de que las cosas vayan a mejor. Y es una pasión que moviliza muchas energías, no sólo en la gente joven, pero especialmente en ella. Naturalmente, hay formas irracionales o descerebradas de exigir. Pero cuando las personas se sienten invitadas con sentido positivo a un esfuerzo serio, por alta que sea la meta, refuerzan su autoestima: ―Quien esto me pide –piensan– confía en que pueda llegar hasta ahí (por eso me lo pide); y si la meta que me pide es alta, es que en alta estima me tiene quien me la propone.
Respuesta:
Explicación:
La afectividad es el sentido humano del valor. Es una forma peculiar de percibir la realidad en la que ésta se nos da como no indiferente, como algo que nos afecta. En el lenguaje de Max Scheler, la «estimativa» cumple la función de ese sensor. En los actos de estima el valor de las cosas nos arranca de la indiferencia hacia ellas.
La madurez afectiva :
En general, los afectos no son ni buenos ni malos; su cualidad humana depende de su objeto. El amor, el apego o la pregnancia es bueno cuando está dirigido a lo valioso y atractivo, y el odio, el desapego o la repugnancia lo son también cuando atañen a lo disvalioso y repulsivo. Ya lo vimos al comentar ideas de Scheler. Lo importante es tener sentimientos que se ajusten, que hagan justicia a la realidad, y un síntoma de que alguien ha madurado afectivamente se aprecia cuando lo bueno le parece bien y lo malo mal. Pero el sentimiento mismo no puede suministrar el criterio para discernir lo que en verdad es amable u odioso. Sólo puede proporcionar fuerza, pulsión, pero no la orientación justa para ese impulso. De ahí que las filias y las fobias no sean lo más adecuado para llevar la batuta de nuestra conducta. Ha de ser más bien la razón y el juicio de valor, contrastado, quienes lleven los mandos. Eso no significa que la razón deba reprimir la pasión, sino que ha de ser la instancia que en último término decida darle un curso u otro..,Me parece un error el planteamiento de que la educación afectiva ha de orientarse a que la gente sea capaz de expresar todo lo que siente sin inhibiciones de ningún tipo. Dar «rienda suelta» a todo lo que uno siente es más bien un rasgo típico del inmaduro. Hay afectos que conviene soltar y otros a los que vale la pena estrechar el cerco, o incluso desechar de un manotazo; hay entusiasmos que es razonable alentar, y otros que no tanto.
La autoestima :
Lo que se acaba de consignar no supone detrimento alguno al valor humano de la afectividad; tan sólo muestra la importancia de poner orden ahí, empresa difícil que, con todo, constituye la clave de que una persona tenga, en la medida de lo posible –y siempre es esto posible en alguna medida– su vida en sus propias manos. Tal es la condición del individuo que Aristóteles calificaba de autarkés, la persona que se basta a sí misma, que ha alcanzado a ser principio de su propia conducta, digamos –en una traducción un poco libre– piloto de su vida.
Los jóvenes son especialmente sensibles para captar la importancia de esos empeños magnánimos. Aunque por razones bien comprensibles traten de ocultarlo, se crecen cuando se les exige y, por el contrario, sienten gran desazón cuando no se les piden esfuerzos extraordinarios. A mi juicio, constituye un error descomunal pensar que ponerles metas muy altas les va a traumatizar. Es justo al contrario. Hoy muchos educadores están inclinados a abandonar sus deberes, por la falsa representación de que pedir a alguien un esfuerzo serio es exponerle al fracaso si no da la talla. Cuando la meta es alta, y grande el esfuerzo requerido para lograrla, es lógico que muchos no la alcancen al primer intento, pero lo normal entre la gente joven no es «tirar la toalla» tras un primer fracaso, sino disponerse a intentarlo de nuevo, redoblando el esfuerzo, las veces que sea necesario. A eso colabora una exigencia alentadora. Una de las pasiones más fuertes del ser humano es la esperanza, el deseo de ir a más, o de que las cosas vayan a mejor. Y es una pasión que moviliza muchas energías, no sólo en la gente joven, pero especialmente en ella. Naturalmente, hay formas irracionales o descerebradas de exigir. Pero cuando las personas se sienten invitadas con sentido positivo a un esfuerzo serio, por alta que sea la meta, refuerzan su autoestima: ―Quien esto me pide –piensan– confía en que pueda llegar hasta ahí (por eso me lo pide); y si la meta que me pide es alta, es que en alta estima me tiene quien me la propone.