De una de estas tribus, en paz con sus vecinos desde hacía tiempo, formaban parte Potira, una hermosa india agraciada por Tupá con la hermosura de las flores, e Itagibá, joven fuerte y valiente. Era costumbre de la tribu que las mujeres se casasen pronto y que los hombres lo hicieran al convertirse en guerreros. Cuando Potira llegó a la edad de casamiento, Itagibá adquirió la condición de guerrero. Y aunque otros jóvenes también suspiraban por Potira, ella no tuvo dudas, y se unió con Itagibá en una gran fiesta.
Llegó un día, sin embargo, en el que el territorio de la tribu fue amenazado por vecinos que codiciaban la abundante caza que había en él, e Itagibá partió con sus hombres para la guerra. Potira vio alejarse las canoas río abajo, preparadas para el enfrentamiento, sin saber qué sentía exactamente, aparte de la tristeza de separarse de su amado sin una fecha concreta a la que aferrarse esperando su vuelta, sin poder contar los días... Pero no lloró como las ancianas de la tribu, quizá porque nunca había visto ninguna otra guerra. Una de las tardes en las que Potira escudriñaba el horizonte en busca de esa sombra recortándose en él, el canto de la araponga retumbó en los árboles. Y el rostro de Potira se ensombreció, y su sonrisa se perdió en las aguas del río.
Porque todos saben que el canto melancólico de la araponga solo anuncia acontecimientos tristes, y nuestra india, bella como una flor, codiciada por tantos hombres... supo que eso ya no importaba, que nada importaba, porque el araponga había anunciado la muerte de Itagibá. Lloró, lloró y siguió llorando, y las lágrimas que descendían por el rostro fueron haciéndose sólidas y brillantes a su paso por la cara y el aire, yendo a parar al lecho del río por el que Itagibá había partido. Y así fue como a la llegada del hombre blanco, le recibió una tierra en la que las pasiones abundaban... y que seguía guardando las valiosas lágrimas de Potira a las que tanto valor se daría después... pero olvidando su origen.
Respuesta:
De una de estas tribus, en paz con sus vecinos desde hacía tiempo, formaban parte Potira, una hermosa india agraciada por Tupá con la hermosura de las flores, e Itagibá, joven fuerte y valiente. Era costumbre de la tribu que las mujeres se casasen pronto y que los hombres lo hicieran al convertirse en guerreros. Cuando Potira llegó a la edad de casamiento, Itagibá adquirió la condición de guerrero. Y aunque otros jóvenes también suspiraban por Potira, ella no tuvo dudas, y se unió con Itagibá en una gran fiesta.
Llegó un día, sin embargo, en el que el territorio de la tribu fue amenazado por vecinos que codiciaban la abundante caza que había en él, e Itagibá partió con sus hombres para la guerra. Potira vio alejarse las canoas río abajo, preparadas para el enfrentamiento, sin saber qué sentía exactamente, aparte de la tristeza de separarse de su amado sin una fecha concreta a la que aferrarse esperando su vuelta, sin poder contar los días... Pero no lloró como las ancianas de la tribu, quizá porque nunca había visto ninguna otra guerra. Una de las tardes en las que Potira escudriñaba el horizonte en busca de esa sombra recortándose en él, el canto de la araponga retumbó en los árboles. Y el rostro de Potira se ensombreció, y su sonrisa se perdió en las aguas del río.
Porque todos saben que el canto melancólico de la araponga solo anuncia acontecimientos tristes, y nuestra india, bella como una flor, codiciada por tantos hombres... supo que eso ya no importaba, que nada importaba, porque el araponga había anunciado la muerte de Itagibá. Lloró, lloró y siguió llorando, y las lágrimas que descendían por el rostro fueron haciéndose sólidas y brillantes a su paso por la cara y el aire, yendo a parar al lecho del río por el que Itagibá había partido. Y así fue como a la llegada del hombre blanco, le recibió una tierra en la que las pasiones abundaban... y que seguía guardando las valiosas lágrimas de Potira a las que tanto valor se daría después... pero olvidando su origen.
Explicación: