En todas las épocas y en todas las culturas, una de las primeras diferencias observadas entre los individuos ha sido la sexual. Desde el nacimiento, estos son distinguidos y divididos según un cuerpo sexuado; hecho biológico que en términos generales clasifica a la humanidad en hombres y mujeres.
La antropología, a través de múltiples estudios etnográficos, ha demostrado que todas las culturas elaboran un comportamiento particular frente a esa diferencia sexual y que construyen modelos simbólicos a los que llenan de contenidos eminentemente sociales.
La reflexión y la investigación alrededor del género han conducido a plantear que los hombres y las mujeres no tienen esencias que se deriven de la biología sino que son construcciones simbólicas, pertenecientes al orden del lenguaje y de las representaciones. Desechar la idea de hombre y de mujer conlleva a postular la existencia de un sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el género. En cada cultura, una operación simbólica básica otorga cierto significado al cuerpo de los hombres y las mujeres.
El género nos permite analizar lo que significa ser hombre o mujer en una determinada sociedad, así como los significados que adquieren sus actividades a través de la interacción social concreta. Es decir, las conductas que definen a un individuo como femenino o masculino son adquiridas a través de la interacción social y representadas de acuerdo a la cultura en que se está inserto.
Por otra parte, el género consiste en prácticas reguladoras que generan identidades coherentes a través de la matriz de normas coherentes, manifestadas por posturas distintivas, gestos, acciones, hábitos y atavíos específicos.
En la arqueología, los estudios de género se enfocan en las relaciones entre hombres y mujeres como dinámica fundamental de la sociedad. Para este tipo de investigaciones, en la arqueología maya, se han usado diversos enfoques, entre los que sobresalen los modelos jerárquico y heterárquico. El primero describe relaciones verticales entre los géneros, como en el patriarcado, donde se privilegia el poder de los hombres sobre las mujeres. Mientras que el modelo jerárquico describe sociedades con múltiples terrenos de estatus y poder, en los que las funciones de hombres y mujeres son paralelas, o bien, complementarias (Hays-Gilpin y Whitley 1998, 294; Cohodas 2002, 17–28).
El enfoque jerárquico describe, principalmente, dos tipos de relaciones de género: relaciones paralelas y relaciones complementarias. Las primeras las define Cohodas (2002: 22) como las actividades o posiciones abiertas a hombres y mujeres, pero que no requieren de la participación de ambos géneros; un ejemplo es la posibilidad que tuvieron muchas mujeres mesoamericanas, en el tiempo de la conquista, de desempeñar oficios públicos, tener sus propias tierras e incluso intervenir en litigios de herencia. En cuanto a las relaciones complementarias, éstas se refieren a las actividades o posiciones en las cuales las contribuciones diferenciadas de hombres y mujeres son necesarias para un resultado exitoso, ejemplos de relaciones jerárquicas es la división de labores en las actividades de subsistencia, o rituales que ideológicamente reproducen relaciones de género interdependientes (22).
El género y su interacción con el poder
Para entender la incursión de las mujeres en la esfera política y posiciones de mando, es necesario redefinir —más bien, ampliar— el concepto de poder. Éste significa dominio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para hacer una cosa; es el instrumento con que se autoriza que alguien haga una cosa por otro (García Pelayo 1980, 817). Asimismo, el poder puede presentarse en tres aspectos diferentes: a) como fuerza, que incluye las fuerzas bruta, represiva y opresiva; b) como influencia, que incluye la capacidad de manipulación de las condiciones que rodean a individuos determinados para que se conduzcan como apetece a quien ejerce el poder, y c) como autoridad, que es el que se posee por razones de tradición, carisma, ascendencia moral, cargo público u otras cosas y que no se ejerce con violencia
Entonces, si el hombre es un individuo con poder y la mujer no, las relaciones entre ambos se dan en un sentido jerárquico, en el que aquel tiene la capacidad para dominar a ésta. Usualmente, en las sociedades occidentales se asigna un alto prestigio a las actividades realizadas por los hombres, quienes son percibidos como más poderosos que las mujeres, así como más aptos intelectual, emocional y económicamente, además de tener acceso a la esfera pública, mientras que la mujer queda confinada a la esfera privada, a su hogar (Kent 1999, 32).
A manera de hipótesis, consideramos que entre los hombres y mujeres mayas prehispánicos, pertenecientes a un mismo nivel socioeconómico, prevalecían las relaciones de género jerárquicas, es decir, las actividades masculinas y femeninas eran igualmente valoradas.
Respuesta:
En todas las épocas y en todas las culturas, una de las primeras diferencias observadas entre los individuos ha sido la sexual. Desde el nacimiento, estos son distinguidos y divididos según un cuerpo sexuado; hecho biológico que en términos generales clasifica a la humanidad en hombres y mujeres.
La antropología, a través de múltiples estudios etnográficos, ha demostrado que todas las culturas elaboran un comportamiento particular frente a esa diferencia sexual y que construyen modelos simbólicos a los que llenan de contenidos eminentemente sociales.
La reflexión y la investigación alrededor del género han conducido a plantear que los hombres y las mujeres no tienen esencias que se deriven de la biología sino que son construcciones simbólicas, pertenecientes al orden del lenguaje y de las representaciones. Desechar la idea de hombre y de mujer conlleva a postular la existencia de un sujeto relacional, que produce un conocimiento filtrado por el género. En cada cultura, una operación simbólica básica otorga cierto significado al cuerpo de los hombres y las mujeres.
El género nos permite analizar lo que significa ser hombre o mujer en una determinada sociedad, así como los significados que adquieren sus actividades a través de la interacción social concreta. Es decir, las conductas que definen a un individuo como femenino o masculino son adquiridas a través de la interacción social y representadas de acuerdo a la cultura en que se está inserto.
Por otra parte, el género consiste en prácticas reguladoras que generan identidades coherentes a través de la matriz de normas coherentes, manifestadas por posturas distintivas, gestos, acciones, hábitos y atavíos específicos.
En la arqueología, los estudios de género se enfocan en las relaciones entre hombres y mujeres como dinámica fundamental de la sociedad. Para este tipo de investigaciones, en la arqueología maya, se han usado diversos enfoques, entre los que sobresalen los modelos jerárquico y heterárquico. El primero describe relaciones verticales entre los géneros, como en el patriarcado, donde se privilegia el poder de los hombres sobre las mujeres. Mientras que el modelo jerárquico describe sociedades con múltiples terrenos de estatus y poder, en los que las funciones de hombres y mujeres son paralelas, o bien, complementarias (Hays-Gilpin y Whitley 1998, 294; Cohodas 2002, 17–28).
El enfoque jerárquico describe, principalmente, dos tipos de relaciones de género: relaciones paralelas y relaciones complementarias. Las primeras las define Cohodas (2002: 22) como las actividades o posiciones abiertas a hombres y mujeres, pero que no requieren de la participación de ambos géneros; un ejemplo es la posibilidad que tuvieron muchas mujeres mesoamericanas, en el tiempo de la conquista, de desempeñar oficios públicos, tener sus propias tierras e incluso intervenir en litigios de herencia. En cuanto a las relaciones complementarias, éstas se refieren a las actividades o posiciones en las cuales las contribuciones diferenciadas de hombres y mujeres son necesarias para un resultado exitoso, ejemplos de relaciones jerárquicas es la división de labores en las actividades de subsistencia, o rituales que ideológicamente reproducen relaciones de género interdependientes (22).
El género y su interacción con el poder
Para entender la incursión de las mujeres en la esfera política y posiciones de mando, es necesario redefinir —más bien, ampliar— el concepto de poder. Éste significa dominio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para hacer una cosa; es el instrumento con que se autoriza que alguien haga una cosa por otro (García Pelayo 1980, 817). Asimismo, el poder puede presentarse en tres aspectos diferentes: a) como fuerza, que incluye las fuerzas bruta, represiva y opresiva; b) como influencia, que incluye la capacidad de manipulación de las condiciones que rodean a individuos determinados para que se conduzcan como apetece a quien ejerce el poder, y c) como autoridad, que es el que se posee por razones de tradición, carisma, ascendencia moral, cargo público u otras cosas y que no se ejerce con violencia
Entonces, si el hombre es un individuo con poder y la mujer no, las relaciones entre ambos se dan en un sentido jerárquico, en el que aquel tiene la capacidad para dominar a ésta. Usualmente, en las sociedades occidentales se asigna un alto prestigio a las actividades realizadas por los hombres, quienes son percibidos como más poderosos que las mujeres, así como más aptos intelectual, emocional y económicamente, además de tener acceso a la esfera pública, mientras que la mujer queda confinada a la esfera privada, a su hogar (Kent 1999, 32).
A manera de hipótesis, consideramos que entre los hombres y mujeres mayas prehispánicos, pertenecientes a un mismo nivel socioeconómico, prevalecían las relaciones de género jerárquicas, es decir, las actividades masculinas y femeninas eran igualmente valoradas.
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