No es sino tardíamente que la semiótica se preocupa por la globalización, como fenómeno que no puede pasar inadvertido para el estudio de los procesos culturales de los cuales ella se ocupa. Generalmente, centrada en los análisis de objetos concretos, como la novela o el cuento, el mito o el rito, el teatro o el cine, el cuadro o la fotografía, nos ha faltado capacidad para ver estos objetos semióticos en el marco de ese silencioso cambio que genera nuevas identidades y nuevas pertenencias, nuevas fronteras y nuevas patrias, y que ataca sin cesar los límites entre lo interno y lo externo.
En el orden cultural, la Globalización se afinca en una direccionalidad que no puede llamarse, sin faltar a la exactitud, intercambio, porque éste supone un mínimo de equilibrio y reciprocidad, incluso aunque los socios del presunto intercambio tuviesen capacidades y poderes diferentes. Refiriéndose a las sociedades andinas, por ejemplo, Mansilla (2004:380) afirma que éstas “han ingresado en el proceso globalizador con vínculos desiguales que las atan a otras culturas: la constelación básica resultante es de una marcada asimetría”.
Hay una direccionalidad, que llamaremos semiótica para distinguirla de la direccionalidad tecnológica y económica, política y jurídica, que puede percibirse fácilmente en los factores que enumeramos antes. ¿En qué consiste esa direccionalidad cultural? En que hay una mayor capacidad de vehicular significados desde el centro que desde la periferia, capacidad que se expresa, en el caso de la América Latina, por ejemplo, en la enorme y evidente desproporción entre contenidos culturales vehiculados por el cine, la televisión, la radio y los impresos de origen anglosajón y las de un mundo latinoamericano o hispanoamericano.
El desequilibrio de las relaciones entre culturas se observa incluso dentro de un mismo país, y en tal sentido es de particular interés el estudio de los procesos y fenómenos que se dieron desde la colonización entre las culturas criollas, deudoras de la visión del mundo impuesta por los conquistadores españoles, y las culturas indígenas, deudoras de milenarias tradiciones ancestrales, que debieron adaptarse creativamente a las nuevas necesidades y a las nuevas normas que la hegemonía criolla dominante imponía progresivamente. En este sentido, Golte (1999) ha analizado las redes étnicas como conjuntos que permiten la reelaboración de culturas en América Latina, capaces de resistir exitosamente la unidireccionalidad dominante de las llamadas culturas criollas: “Por cierto que estos mecanismos (‘usur- pación de las burocracias republicanas por las élites criollas y una acentuación del control de éstas sobre territorios y minas’) eran acompañados de construcciones culturales que hacían parecer a la cultura criolla como partícipe de una cultura global “superior” y “moderna”, y por lo tanto “nacional”, mientras las culturas de los otros grupos étnicos mayoritarios aparecerían como marginales e inadecuadas para comunicarse directamente con el desarrollo global, e incluso el desarrollo de las repúblicas parecía depender de la eliminación de las culturas de los grupos mayoritarios” (Golte, 1999).
No es sino tardíamente que la semiótica se preocupa por la globalización, como fenómeno que no puede pasar inadvertido para el estudio de los procesos culturales de los cuales ella se ocupa. Generalmente, centrada en los análisis de objetos concretos, como la novela o el cuento, el mito o el rito, el teatro o el cine, el cuadro o la fotografía, nos ha faltado capacidad para ver estos objetos semióticos en el marco de ese silencioso cambio que genera nuevas identidades y nuevas pertenencias, nuevas fronteras y nuevas patrias, y que ataca sin cesar los límites entre lo interno y lo externo.
En el orden cultural, la Globalización se afinca en una direccionalidad que no puede llamarse, sin faltar a la exactitud, intercambio, porque éste supone un mínimo de equilibrio y reciprocidad, incluso aunque los socios del presunto intercambio tuviesen capacidades y poderes diferentes. Refiriéndose a las sociedades andinas, por ejemplo, Mansilla (2004:380) afirma que éstas “han ingresado en el proceso globalizador con vínculos desiguales que las atan a otras culturas: la constelación básica resultante es de una marcada asimetría”.
Hay una direccionalidad, que llamaremos semiótica para distinguirla de la direccionalidad tecnológica y económica, política y jurídica, que puede percibirse fácilmente en los factores que enumeramos antes. ¿En qué consiste esa direccionalidad cultural? En que hay una mayor capacidad de vehicular significados desde el centro que desde la periferia, capacidad que se expresa, en el caso de la América Latina, por ejemplo, en la enorme y evidente desproporción entre contenidos culturales vehiculados por el cine, la televisión, la radio y los impresos de origen anglosajón y las de un mundo latinoamericano o hispanoamericano.
El desequilibrio de las relaciones entre culturas se observa incluso dentro de un mismo país, y en tal sentido es de particular interés el estudio de los procesos y fenómenos que se dieron desde la colonización entre las culturas criollas, deudoras de la visión del mundo impuesta por los conquistadores españoles, y las culturas indígenas, deudoras de milenarias tradiciones ancestrales, que debieron adaptarse creativamente a las nuevas necesidades y a las nuevas normas que la hegemonía criolla dominante imponía progresivamente. En este sentido, Golte (1999) ha analizado las redes étnicas como conjuntos que permiten la reelaboración de culturas en América Latina, capaces de resistir exitosamente la unidireccionalidad dominante de las llamadas culturas criollas: “Por cierto que estos mecanismos (‘usur- pación de las burocracias republicanas por las élites criollas y una acentuación del control de éstas sobre territorios y minas’) eran acompañados de construcciones culturales que hacían parecer a la cultura criolla como partícipe de una cultura global “superior” y “moderna”, y por lo tanto “nacional”, mientras las culturas de los otros grupos étnicos mayoritarios aparecerían como marginales e inadecuadas para comunicarse directamente con el desarrollo global, e incluso el desarrollo de las repúblicas parecía depender de la eliminación de las culturas de los grupos mayoritarios” (Golte, 1999).