Desde el punto de vista de la historia teatral, en el siglo XVI se producen cambios fundamentales para la evolución del teatro posterior. La consolidación de los centros urbanos, al igual que propició la aparición de géneros literarios nuevos (como el de la novela picaresca), amplió y afianzó un nuevo público teatral, ávido de entretenimiento, y potencialmente dispuesto a conseguirlo pagando el precio de una entrada. Al lugar que habían ocupado, y que seguirían ocupando, la nobleza o la Iglesia, como potenciales mecenas del dramaturgo, vendría a incorporarse ahora un público urbano, de extracción social heterogénea, pero con una amplia base procedente de las capas medias y populares, que iba a condicionar la aparición de las primeras compañías de actores profesionales y estaba llamado a convertirse, especialmente a partir de la aparición de los primeros teatros comerciales, en una especie de nuevo mecenas de un tipo de dramaturgo también más profesional. Probablemente ninguna otra actividad relacionada con la literatura creativa iba a ofrecer a partir de entonces al escritor la posibilidad de que su trabajo se convirtiese en un modo de vida que podía llegar a ofrecerle dividendos de manera más o menos regular. Es obvio que no todos iban a tener la capacidad de un Lope de Vega, pero a caballo entre la satisfacción de la demanda de las compañías para aplacar el interés de un público cada vez más amplio, la satisfacción de la demanda cortesana y de la ocasional demanda municipal o eclesiástica, unos pocos pudieron llegar a hacer de la escritura, y muchos otros de la representación, un medio de vida.
Si el límite cronológico que viene marcado por el fin y comienzo de un siglo casi nunca da respuesta satisfactoria a los periodos que tienen que ver con movimientos culturales o literarios, en el ámbito del teatro del siglo XVI esta regla se cumple de manera ilustrativa porque, dependiendo del aspecto que deseemos destacar, nos enfrentaremos a una u otra fecha. Así, por ejemplo, si decidimos destacar como aspecto relevante el surgimiento de la profesión de actor, daremos relieve a la década de 1540, y si decidimos destacar la apertura de los primeros teatros comerciales, nos tendremos que retrotraer a los años 1565-1570. De manera que los dos principales fenómenos que contribuirían de manera fundamental a la consolidación del teatro -el surgimiento de las primeras compañías profesionales y la aparición de los primeros teatros comerciales- no se producen de manera simultánea. Existen compañías y actores profesionales antes de que existan edificios comerciales estables, específicamente pensados para albergar representaciones, como existe también teatro antes de que existan actores profesionales.
Podríamos hacer nuestras, extendiéndolas a la totalidad del siglo, las palabras de Canavaggio: «No es cómodo hacer la historia del teatro en España en la segunda mitad del siglo XVI» [1994: 205]. Y esta afirmación tiene que ver no sólo con la insatisfacción que genera en el historiador del teatro el saber que su interpretación se funda en vestigios fragmentarios y testimonios que en este período no siempre resultan tan abundantes como sería de desear, sino también con la incomodidad que se deriva de otro de los aspectos que definen el teatro de la época: se trata de una etapa de experimentación, de coexistencia de variadas formas de espectáculo, que dan lugar a ensayos dramáticos diversos, y a veces divergentes, no siempre fáciles de reducir a categorías homogéneas. Frente al teatro del siglo XVII, que se presenta como una etapa de géneros maduros, con una infraestructura teatral ya consolidada y una organización del hecho teatral afianzada, el teatro del XVI nos sorprende por su heterogeneidad, que se refleja, especialmente en la primera mitad de siglo, en una variedad de denominaciones (farsa, égloga, comedia, auto, coloquio, tragedia...), denominaciones que en muchos casos no permiten establecer por ellas mismas unos rasgos que definan a las piezas que se aplican, y que puedan hacerse extensibles a un número de obras suficiente como para fijar a partir de ellos categorías explicativas (puede verse la tentativa de organización por géneros planteada por Díez Borque [1987]). Resultan ilustrativos de esa ambigüedad títulos como los de la Farsa o cuasi comedia de Probos y Antona, de Lucas Fernández, o la anónima Farsa a manera de tragedia
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Desde el punto de vista de la historia teatral, en el siglo XVI se producen cambios fundamentales para la evolución del teatro posterior. La consolidación de los centros urbanos, al igual que propició la aparición de géneros literarios nuevos (como el de la novela picaresca), amplió y afianzó un nuevo público teatral, ávido de entretenimiento, y potencialmente dispuesto a conseguirlo pagando el precio de una entrada. Al lugar que habían ocupado, y que seguirían ocupando, la nobleza o la Iglesia, como potenciales mecenas del dramaturgo, vendría a incorporarse ahora un público urbano, de extracción social heterogénea, pero con una amplia base procedente de las capas medias y populares, que iba a condicionar la aparición de las primeras compañías de actores profesionales y estaba llamado a convertirse, especialmente a partir de la aparición de los primeros teatros comerciales, en una especie de nuevo mecenas de un tipo de dramaturgo también más profesional. Probablemente ninguna otra actividad relacionada con la literatura creativa iba a ofrecer a partir de entonces al escritor la posibilidad de que su trabajo se convirtiese en un modo de vida que podía llegar a ofrecerle dividendos de manera más o menos regular. Es obvio que no todos iban a tener la capacidad de un Lope de Vega, pero a caballo entre la satisfacción de la demanda de las compañías para aplacar el interés de un público cada vez más amplio, la satisfacción de la demanda cortesana y de la ocasional demanda municipal o eclesiástica, unos pocos pudieron llegar a hacer de la escritura, y muchos otros de la representación, un medio de vida.
Si el límite cronológico que viene marcado por el fin y comienzo de un siglo casi nunca da respuesta satisfactoria a los periodos que tienen que ver con movimientos culturales o literarios, en el ámbito del teatro del siglo XVI esta regla se cumple de manera ilustrativa porque, dependiendo del aspecto que deseemos destacar, nos enfrentaremos a una u otra fecha. Así, por ejemplo, si decidimos destacar como aspecto relevante el surgimiento de la profesión de actor, daremos relieve a la década de 1540, y si decidimos destacar la apertura de los primeros teatros comerciales, nos tendremos que retrotraer a los años 1565-1570. De manera que los dos principales fenómenos que contribuirían de manera fundamental a la consolidación del teatro -el surgimiento de las primeras compañías profesionales y la aparición de los primeros teatros comerciales- no se producen de manera simultánea. Existen compañías y actores profesionales antes de que existan edificios comerciales estables, específicamente pensados para albergar representaciones, como existe también teatro antes de que existan actores profesionales.
Podríamos hacer nuestras, extendiéndolas a la totalidad del siglo, las palabras de Canavaggio: «No es cómodo hacer la historia del teatro en España en la segunda mitad del siglo XVI» [1994: 205]. Y esta afirmación tiene que ver no sólo con la insatisfacción que genera en el historiador del teatro el saber que su interpretación se funda en vestigios fragmentarios y testimonios que en este período no siempre resultan tan abundantes como sería de desear, sino también con la incomodidad que se deriva de otro de los aspectos que definen el teatro de la época: se trata de una etapa de experimentación, de coexistencia de variadas formas de espectáculo, que dan lugar a ensayos dramáticos diversos, y a veces divergentes, no siempre fáciles de reducir a categorías homogéneas. Frente al teatro del siglo XVII, que se presenta como una etapa de géneros maduros, con una infraestructura teatral ya consolidada y una organización del hecho teatral afianzada, el teatro del XVI nos sorprende por su heterogeneidad, que se refleja, especialmente en la primera mitad de siglo, en una variedad de denominaciones (farsa, égloga, comedia, auto, coloquio, tragedia...), denominaciones que en muchos casos no permiten establecer por ellas mismas unos rasgos que definan a las piezas que se aplican, y que puedan hacerse extensibles a un número de obras suficiente como para fijar a partir de ellos categorías explicativas (puede verse la tentativa de organización por géneros planteada por Díez Borque [1987]). Resultan ilustrativos de esa ambigüedad títulos como los de la Farsa o cuasi comedia de Probos y Antona, de Lucas Fernández, o la anónima Farsa a manera de tragedia
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