La sacó, estrujada y lacia, y su vista acrecentó en alto grado su melancólica felicidad. Se preguntó si ella se compadecería si lo supiera. ¿Lloraría? ¿Querría poder echarle los brazos al cuello y consolarlo? ¿O le volvería fríamente la espalda, como todo el resto de la humanidad? Esta visión le causó tales agonías de delicioso sufrimiento, que la reprodujo una y otra vez en su magín y la volvía a imaginar con nuevos y variados aspectos, hasta dejarla gastada y pelada por el uso. Serían las nueve y media o las diez cuando vino a dar a la calle ya desierta, donde vivía la amada desconocida. Se detuvo un momento: ningún ruido llegó a sus oídos; una bujía proyectaba un mortecino resplandor sobre la cortina de una ventana del piso alto. ¿Estaba ella allí? Trepó por la valla, marchó con cauteloso paso, por entre las plantas, hasta llegar bajo la ventana; miró hacia arriba largo rato, emocionado; después se echó en el suelo, tendiéndose de espaldas, con las manos cruzadas sobre el pecho y en ellas la pobre flor marchita. Y así lo vería ella cuando se asomase a mirar la alegría de la mañana..., y, ¡ay! ¿dejaría caer una lágrima sobre el pobre cuerpo inmóvil, lanzaría un suspiro al ver una vida juvenil tan intempestivamente tronchada?
La ventana se abrió; la voz áspera de una criada profanó el augusto silencio, y un diluvio de agua dejó empapados los restos del mártir tendido en tierra.
La sacó, estrujada y lacia, y su vista acrecentó en alto grado su melancólica felicidad. Se preguntó si ella se compadecería si lo supiera. ¿Lloraría? ¿Querría poder echarle los brazos al cuello y consolarlo? ¿O le volvería fríamente la espalda, como todo el resto de la humanidad? Esta visión le causó tales agonías de delicioso sufrimiento, que la reprodujo una y otra vez en su magín y la volvía a imaginar con nuevos y variados aspectos, hasta dejarla gastada y pelada por el uso. Serían las nueve y media o las diez cuando vino a dar a la calle ya desierta, donde vivía la amada desconocida. Se detuvo un momento: ningún ruido llegó a sus oídos; una bujía proyectaba un mortecino resplandor sobre la cortina de una ventana del piso alto. ¿Estaba ella allí? Trepó por la valla, marchó con cauteloso paso, por entre las plantas, hasta llegar bajo la ventana; miró hacia arriba largo rato, emocionado; después se echó en el suelo, tendiéndose de espaldas, con las manos cruzadas sobre el pecho y en ellas la pobre flor marchita. Y así lo vería ella cuando se asomase a mirar la alegría de la mañana..., y, ¡ay! ¿dejaría caer una lágrima sobre el pobre cuerpo inmóvil, lanzaría un suspiro al ver una vida juvenil tan intempestivamente tronchada?
La ventana se abrió; la voz áspera de una criada profanó el augusto silencio, y un diluvio de agua dejó empapados los restos del mártir tendido en tierra.