La evolución no fue una ocurrencia genial y solitaria de Darwin. La idea llevaba casi un siglo flotando en el ambiente científico. Linneo, Lamark, Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y otros grandes científicos habían teorizado acerca de lo que por entonces se llamaba transmutación de las especies. Pero la sociedad victoriana rechazaba esa y otras ideas revolucionarias, que sugerían explicaciones no teológicas para la disposición de los continentes, la naturaleza del intelecto humano o los orígenes mismos de la vida.
A la conclusión de su célebre viaje en el Beagle, en octubre de 1836, el joven Charles Darwin (1809-1882) fue acogido por esa élite científica victoriana. Por aquel entonces ya tenía bastante clara su teoría de la evolución, y sabía las ampollas que levantaría. Ese temor fue una de las claves que retrasó la publicación de la teoría. Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que en junio de 1858, un Darwin ya en la madurez recibió una carta de Alfred Russel Wallace (1823-1913). Aquel joven, que estaba en medio de una expedición naturalista en el archipiélago malayo, había llegado de manera independiente a la misma conclusión: la selección natural como mecanismo que determina la adaptación y especiación de los seres vivos, al margen de la influencia divina. Un Wallace, humilde y casi ingenuo escribió a Darwin entonces para que le diera su opinión y, si lo veía pertinente, enviara el resumen de sus ideas al eminente geólogo Charles Lyell.
Darwin, hasta entonces reticente a publicar su teoría, se decidió a hacerlo. Así, él y su círculo de científicos allegados organizaron un documento conjunto para ser leído en la siguiente reunión de la Sociedad Linneana, aunque ninguno de los dos pudo asistir. Wallace estaba todavía en Malasia y Darwin estaba de luto, por la muerte de su hijo de 19 meses de edad tan solo tres días antes.
Retrato de Alfred Russel Wallace (alrededor de 1863). Crédito: National Portrait Gallery
Aquél día marca un antes y un después en la historia de la biología. Pero el artículo conjunto de Darwin y Wallace no causó una sensación inmediata. El propio Wallace se enteró de ello mucho después, cuando “El origen de las especies” ya había sido publicado y se había desatado el esperado escándalo. Pero lejos de considerar que el más famoso y veterano naturalista se había apropiado de su idea, Wallace fue uno de los grandes defensores de las ideas de Darwin. Tanto es así que en los años 1930, cuando resurgieron las ideas de la evolución con la fuerza que hoy poseen, “Darwinismo” (1889) escrito por el propio Wallace era la versión más reciente y completa escrita sobre el evolucionismo y el título de referencia.
Las circunstancias de la época y la idiosincrasia personal de cada uno hicieron que Darwin pasara a la historia por la puerta grande y que, en cambio, el nombre de Alfred Russel Wallace no figure en los libros de primaria, ni en placas en calles, parques y plazas. No, por lo menos, hasta el día de hoy.
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La evolución no fue una ocurrencia genial y solitaria de Darwin. La idea llevaba casi un siglo flotando en el ambiente científico. Linneo, Lamark, Erasmus Darwin (abuelo de Charles) y otros grandes científicos habían teorizado acerca de lo que por entonces se llamaba transmutación de las especies. Pero la sociedad victoriana rechazaba esa y otras ideas revolucionarias, que sugerían explicaciones no teológicas para la disposición de los continentes, la naturaleza del intelecto humano o los orígenes mismos de la vida.
A la conclusión de su célebre viaje en el Beagle, en octubre de 1836, el joven Charles Darwin (1809-1882) fue acogido por esa élite científica victoriana. Por aquel entonces ya tenía bastante clara su teoría de la evolución, y sabía las ampollas que levantaría. Ese temor fue una de las claves que retrasó la publicación de la teoría. Tuvieron que pasar más de 20 años hasta que en junio de 1858, un Darwin ya en la madurez recibió una carta de Alfred Russel Wallace (1823-1913). Aquel joven, que estaba en medio de una expedición naturalista en el archipiélago malayo, había llegado de manera independiente a la misma conclusión: la selección natural como mecanismo que determina la adaptación y especiación de los seres vivos, al margen de la influencia divina. Un Wallace, humilde y casi ingenuo escribió a Darwin entonces para que le diera su opinión y, si lo veía pertinente, enviara el resumen de sus ideas al eminente geólogo Charles Lyell.
Darwin, hasta entonces reticente a publicar su teoría, se decidió a hacerlo. Así, él y su círculo de científicos allegados organizaron un documento conjunto para ser leído en la siguiente reunión de la Sociedad Linneana, aunque ninguno de los dos pudo asistir. Wallace estaba todavía en Malasia y Darwin estaba de luto, por la muerte de su hijo de 19 meses de edad tan solo tres días antes.
Retrato de Alfred Russel Wallace (alrededor de 1863). Crédito: National Portrait Gallery
Aquél día marca un antes y un después en la historia de la biología. Pero el artículo conjunto de Darwin y Wallace no causó una sensación inmediata. El propio Wallace se enteró de ello mucho después, cuando “El origen de las especies” ya había sido publicado y se había desatado el esperado escándalo. Pero lejos de considerar que el más famoso y veterano naturalista se había apropiado de su idea, Wallace fue uno de los grandes defensores de las ideas de Darwin. Tanto es así que en los años 1930, cuando resurgieron las ideas de la evolución con la fuerza que hoy poseen, “Darwinismo” (1889) escrito por el propio Wallace era la versión más reciente y completa escrita sobre el evolucionismo y el título de referencia.
Las circunstancias de la época y la idiosincrasia personal de cada uno hicieron que Darwin pasara a la historia por la puerta grande y que, en cambio, el nombre de Alfred Russel Wallace no figure en los libros de primaria, ni en placas en calles, parques y plazas. No, por lo menos, hasta el día de hoy.
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