El origen convoca a los hombres a entender el tiempo suyo contrapuesto al de los dioses como referente para entender el devenir humano y el movimiento incesante del tiempo, medido para señalar que éste se va, que todo instante no es sumatoria, sino resta, es decir que no se trata de acumular jornadas y calendarios, sino que cada día que pasa es uno menos en la carrera de lo finito. Los dioses no tienen el problema de medir el tiempo porque es suyo, viven en un tiempo invariable que ni siquiera deja rasgos en la decrepitud del cuerpo, porque tampoco envejecen. Con la medida del tiempo los hombres reconocen su propia finitud marcada por la decadencia del cuerpo en la que se asoma el rostro de la muerte, de la medida del tiempo. El mito inmoviliza y sacraliza al mundo, todos los actos humanos deben recordar el momento original en el que se instaura el orden, por lo tanto toda acción humana se explica en la narración reiterada de los inicios del tiempo, en la rememoración de la acción divina, en la implantación y organización del mundo por medio de los rituales que están presentes en la cotidianidad humana: al encender el fuego, al sembrar y cosechar, al engendrar la prole; los hombres ritualizan su vida diaria y escenifican el momento primordial, lo que implica que la concepción de lo humano se da en la medida en que los hombres imiten a los dioses y a los héroes para conservar en la memoria la figuración sagrada de la que proceden y la integren a cada momento de su cotidianidad. Es por lo tanto una relación permanente con el pasado mítico, con el momento original lo que mantiene a los hombres en su esfera, los hombres no pueden obrar en el tiempo, no transforman el cosmos, sólo les queda la acción a través de la memoria que los conserva unidos por el cordón umbilical del mito con el momento fundacional del cosmos. (ELIADE, Mircea, Lo sagrado y lo profano 1996).
El origen convoca a los hombres a entender el tiempo suyo contrapuesto al de los dioses como referente para entender el devenir humano y el movimiento incesante del tiempo, medido para señalar que éste se va, que todo instante no es sumatoria, sino resta, es decir que no se trata de acumular jornadas y calendarios, sino que cada día que pasa es uno menos en la carrera de lo finito. Los dioses no tienen el problema de medir el tiempo porque es suyo, viven en un tiempo invariable que ni siquiera deja rasgos en la decrepitud del cuerpo, porque tampoco envejecen. Con la medida del tiempo los hombres reconocen su propia finitud marcada por la decadencia del cuerpo en la que se asoma el rostro de la muerte, de la medida del tiempo. El mito inmoviliza y sacraliza al mundo, todos los actos humanos deben recordar el momento original en el que se instaura el orden, por lo tanto toda acción humana se explica en la narración reiterada de los inicios del tiempo, en la rememoración de la acción divina, en la implantación y organización del mundo por medio de los rituales que están presentes en la cotidianidad humana: al encender el fuego, al sembrar y cosechar, al engendrar la prole; los hombres ritualizan su vida diaria y escenifican el momento primordial, lo que implica que la concepción de lo humano se da en la medida en que los hombres imiten a los dioses y a los héroes para conservar en la memoria la figuración sagrada de la que proceden y la integren a cada momento de su cotidianidad. Es por lo tanto una relación permanente con el pasado mítico, con el momento original lo que mantiene a los hombres en su esfera, los hombres no pueden obrar en el tiempo, no transforman el cosmos, sólo les queda la acción a través de la memoria que los conserva unidos por el cordón umbilical del mito con el momento fundacional del cosmos. (ELIADE, Mircea, Lo sagrado y lo profano 1996).