Las enfermedades tienen sus propios ritmos que se van modificando a lo largo de los siglos; cada sociedad construye su forma de pensar y sentir las enfermedades. La interdependencia entre las condiciones biológicas y sociales de la vida civilizada, ha ocasionado que cada momento histórico viva de forma distinta la enfermedad . El objetivo de este artículo es reflexionar sobre la forma de ver y vivir la enfermedad en Occidente, a lo largo de la historia, centrándonos especialmente en la creencia, surgida a partir del siglo XVIII, que el progreso humano erradicaría la enfermedad.
Las raíces de la forma de sentir la enfermedad en el Occidente de inicios del siglo XXI deben buscarse en los orígenes griegos y judeo-cristianos, que se continúan a lo largo de la Edad Media, hasta que con la llegada de la Modernidad se produce un giro desde la búsqueda de la eternidad en el otro mundo, hacia un caminar a la inmortalidad en la tierra. En los inicios del siglo XXI, el hombre post-moderno traslada la crisis de pensamiento vigente al campo de la salud, ello plantean tensiones que se hacen patentes en la forma de vivir y atender la enfermedad.
En 1266, en plena expansión comercial de la Europa medieval , los jefes mongoles de la Horda de Oro cedieron a los comerciantes genoveses tierras para que se asentasen de forma permanente en Caffa (la actual Feodosia), ciudad mercantil situada al sur de la península de Crimea. Los italianos construyeron allí plazas fortificadas para asegurar sus mercancías y mantuvieron intercambios con los mongoles durante varias décadas. Sin embargo, al inicio del siglo siguiente, una conversión al islam a gran escala fragmentó el Imperio, y la presencia de cristianos empezó a verse con una creciente hostilidad.
En 1343, Yanibeg, el kan de Kipchak, ordenó expulsar a todos los europeos de la península. Logró ocupar la ciudad de Tana (en la costa del mar de Azov, donde los italianos habían construido un consulado y abundantes puestos comerciales), pero fracasó en su intento de rendir Caffa, cuyo cerco repitió en 1346 con renovadas energías. Según cuenta el notario italiano Gabriel de Mussis, en medio del asedio, una gran epidemia de peste que se había originado en el interior del continente empezó a mermar las hordas del kan. Los fieros guerreros mongoles, con la piel amoratada, fallecían con rapidez entre fiebres súbitas y pútridos bubones, que crecían deformes en sus ingles y sus axilas. Parecía como si una cólera divina se hubiera desencadenado la epidemia de pronto sobre los infieles.
El cronista se vio entonces en el dilema de explicar cómo aquel castigo de Dios se propagaba también entre los sitiados, cristianos que contaban con el favor del Señor. Y lo resolvió exagerando la barbarie pagana: “En vista de ello, los tártaros, agotados por aquella enfermedad pestilencial y derribados por todas partes como golpeados por un rayo, al comprobar que perecían sin remedio, ordenaron colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y lanzarlos a la ciudad de Caffa. Así pues, los cuerpos de los muertos fueron arrojados por encima de las murallas, por lo que los cristianos, a pesar de haberse llevado el mayor número de muertos posible y haberlos arrojado al mar, no pudieron ocultarse ni protegerse de aquel peligro. Pronto se infectó todo el aire y se envenenó el agua, y se desarrolló tal pestilencia que apenas consiguió escapar uno de cada mil”, escribe en su relato de la plaga de 1348.
Algunos se habrían echado a la mar para escapar, pero no sabían que en las bodegas y en los pliegues de sus ropas acarreaban la infección.
Para algunos historiadores, aquel fue el primer caso de guerra bacteriológica de la historia, aunque hoy sabemos que el relato de De Mussis es figurado, y que la peste no se contagia a través de los cadáveres. Sin embargo, en aquella época estaba muy vigente la teoría de los miasmas, según la cual, los cuerpos en estado de putrefacción desprendían vapores nocivos que eran el origen de ciertas dolencias transmitidas por inhalación.
Esta incomprensión de la naturaleza de la peste no puede sorprender, puesto que no fue hasta finales del siglo XIX cuando el microbiólogo suizo Alexandre Yersin descubrió el bacilo Yersinia pestis, causante de la infección. La peste es una zoonosis transmisible, una enfermedad de las ratas y otros roedores que puede contagiarse eventualmente a los humanos a través de las pulgas. Estas, al picar a las ratas, ingieren sangre con bacilos que se multiplican en su interior. En condiciones normales, las pulgas no buscan huéspedes humanos, pero, cuando la epidemia merma la población de roedores, los insectos hambrientos atacan a cualquier organismo vivo cercano.
Respuesta:
Las enfermedades tienen sus propios ritmos que se van modificando a lo largo de los siglos; cada sociedad construye su forma de pensar y sentir las enfermedades. La interdependencia entre las condiciones biológicas y sociales de la vida civilizada, ha ocasionado que cada momento histórico viva de forma distinta la enfermedad . El objetivo de este artículo es reflexionar sobre la forma de ver y vivir la enfermedad en Occidente, a lo largo de la historia, centrándonos especialmente en la creencia, surgida a partir del siglo XVIII, que el progreso humano erradicaría la enfermedad.
Las raíces de la forma de sentir la enfermedad en el Occidente de inicios del siglo XXI deben buscarse en los orígenes griegos y judeo-cristianos, que se continúan a lo largo de la Edad Media, hasta que con la llegada de la Modernidad se produce un giro desde la búsqueda de la eternidad en el otro mundo, hacia un caminar a la inmortalidad en la tierra. En los inicios del siglo XXI, el hombre post-moderno traslada la crisis de pensamiento vigente al campo de la salud, ello plantean tensiones que se hacen patentes en la forma de vivir y atender la enfermedad.
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En 1266, en plena expansión comercial de la Europa medieval , los jefes mongoles de la Horda de Oro cedieron a los comerciantes genoveses tierras para que se asentasen de forma permanente en Caffa (la actual Feodosia), ciudad mercantil situada al sur de la península de Crimea. Los italianos construyeron allí plazas fortificadas para asegurar sus mercancías y mantuvieron intercambios con los mongoles durante varias décadas. Sin embargo, al inicio del siglo siguiente, una conversión al islam a gran escala fragmentó el Imperio, y la presencia de cristianos empezó a verse con una creciente hostilidad.
En 1343, Yanibeg, el kan de Kipchak, ordenó expulsar a todos los europeos de la península. Logró ocupar la ciudad de Tana (en la costa del mar de Azov, donde los italianos habían construido un consulado y abundantes puestos comerciales), pero fracasó en su intento de rendir Caffa, cuyo cerco repitió en 1346 con renovadas energías. Según cuenta el notario italiano Gabriel de Mussis, en medio del asedio, una gran epidemia de peste que se había originado en el interior del continente empezó a mermar las hordas del kan. Los fieros guerreros mongoles, con la piel amoratada, fallecían con rapidez entre fiebres súbitas y pútridos bubones, que crecían deformes en sus ingles y sus axilas. Parecía como si una cólera divina se hubiera desencadenado la epidemia de pronto sobre los infieles.
El cronista se vio entonces en el dilema de explicar cómo aquel castigo de Dios se propagaba también entre los sitiados, cristianos que contaban con el favor del Señor. Y lo resolvió exagerando la barbarie pagana: “En vista de ello, los tártaros, agotados por aquella enfermedad pestilencial y derribados por todas partes como golpeados por un rayo, al comprobar que perecían sin remedio, ordenaron colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y lanzarlos a la ciudad de Caffa. Así pues, los cuerpos de los muertos fueron arrojados por encima de las murallas, por lo que los cristianos, a pesar de haberse llevado el mayor número de muertos posible y haberlos arrojado al mar, no pudieron ocultarse ni protegerse de aquel peligro. Pronto se infectó todo el aire y se envenenó el agua, y se desarrolló tal pestilencia que apenas consiguió escapar uno de cada mil”, escribe en su relato de la plaga de 1348.
Algunos se habrían echado a la mar para escapar, pero no sabían que en las bodegas y en los pliegues de sus ropas acarreaban la infección.
Para algunos historiadores, aquel fue el primer caso de guerra bacteriológica de la historia, aunque hoy sabemos que el relato de De Mussis es figurado, y que la peste no se contagia a través de los cadáveres. Sin embargo, en aquella época estaba muy vigente la teoría de los miasmas, según la cual, los cuerpos en estado de putrefacción desprendían vapores nocivos que eran el origen de ciertas dolencias transmitidas por inhalación.
Esta incomprensión de la naturaleza de la peste no puede sorprender, puesto que no fue hasta finales del siglo XIX cuando el microbiólogo suizo Alexandre Yersin descubrió el bacilo Yersinia pestis, causante de la infección. La peste es una zoonosis transmisible, una enfermedad de las ratas y otros roedores que puede contagiarse eventualmente a los humanos a través de las pulgas. Estas, al picar a las ratas, ingieren sangre con bacilos que se multiplican en su interior. En condiciones normales, las pulgas no buscan huéspedes humanos, pero, cuando la epidemia merma la población de roedores, los insectos hambrientos atacan a cualquier organismo vivo cercano.