De todos los abogados que protagonizaron las jornadas de mayo de 1810, el doctor Julián de Leyva y Leguizamón ha sido el más dejado de lado por la historia. Puede que por ser el letrado del bando vencido. Pero en no pocos momentos de esos agitados días, el destino de la revolución estuvo en sus manos. Y de haber tenido éxito en sus manejos, ningún “primer gobierno patrio” hubiera existido.
Nunca hubo, entre los criollos, otro peninsular más acérrimo. Nunca hubo, en su época, abogado más brillante.
Había nacido en Luján allá por 1749 y estudiado en el Real Colegio de San Carlos, en Buenos Aires, antes de cursar sus estudios de abogacía en la Real Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, donde también se doctoró.
Residió luego en Chuquisaca, en el Alto Perú, donde fue asesor de la Real Audiencia de Charcas. Regresó a Buenos Aires en 1788 y se dedicó a la práctica de la profesión. Gracias a su amistad con Manuel Belgrano se incorporó al estudio de su primo, Juan José Castelli. Los hechos de la Semana de Mayo, en 1810, terminarían para siempre con dichas amistades.
No tardó Leyva, con su capacidad, en gozar de muy buenas vinculaciones, ganar en el ascendiente social y ser reconocido entre sus pares. A la par de su labor como letrado, mostró una afición marcada por los libros tanto referidos a las ciencias como a las artes, llegando a tener una de las más grandes y cualificadas bibliotecas del virreinato.
“Se confiaba tanto en su criterio y autoridad como hombre de la cultura de la ilustración que el Deán Funes, con quien mantenía una profunda amistad, le confiaba algunas de sus obras para que las leyera y le diera su opinión antes de publicarlas”, nos cuenta María Fernanda de la Rosa, en su estudio sobre el personaje.
Máximo referente jurídico de los realistas españoles, cuando Cisneros asume como virrey a mediados de 1809 lo convoca para desempeñarse como su abogado consultor. Al año siguiente se lo elige en el cabildo porteño como su síndico procurador. Tal cargo implicaba, ni más ni menos, que ser el representante legal del cuerpo, al que representaba en cualquier juicio que se llevara ante la Real Audiencia o en solicitudes ante los gobernadores o virreyes. También era responsable de recibir y examinar las peticiones de los vecinos, teniendo la facultad de desestimarlas o de elevarlas al Cabildo.
Es por ello que su ex socio Castelli y Martín Rodríguez, ante las noticias de los triunfos de Napoleón en España y la disolución de la Junta de Cádiz, lo visitan formalmente el sábado 19 de mayo de 1810 para pedir el apoyo del Cabildo para gestionar ante el virrey un cabildo abierto. Tras darle largas al asunto, finalmente debió acceder cuando los cuerpos militares a los que el virrey pidió apoyo lo dejaron en banda.
A partir de allí, lo suyo fue moverse en las sombras, procurando desactivar todo intento de remover al virrey de su cargo. Cuando, luego del Cabildo Abierto del 22 de mayo, la votación en tal sentido la perdieron los españoles estrepitosamente -con 155 votos a favor de que Cisneros cesara en su cargo y tan sólo 69 por su continuación-, jugó su última carta. Dio forma en el Cabildo el 24 de mayo a una junta de cinco miembros con sólo dos patriotas, presidida con todos los poderes por el cesado virrey como su presidente. Pero no contó con el descontento popular de su movida. Apenas se supo la resolución del Cabildo, un sordo rumor de descontento empezó a circular por las plazas y las calles. Su ardid para que todo continuara como estaba, bajo otras denominaciones, nacía muerta antes de ponerse en práctica.
Se resistió a aceptarlo. Presionó al Cabildo para “sujetar a los descontentos”, tomando “providencias prontas y vigorosas”. No encontró demasiado eco, pero siguió en su tesitura. Sólo cuando esa noche una manifestación frente a su casa, con cara de pocos amigos, lo sacó de su cama a la medianoche y le exigió cumplir con lo votado, finalmente cedió. Lo hizo, por las dudas, sin salir de su casa y atendiéndolos por una ventana, reja de por medio.
A pesar de ello, en la mañana siguiente volvió a las andadas y antes de que el Cabildo consintiera en los nombres de quienes integrarían la Primera Junta, convocó a los jefes militares a una reunión con él en el Cabildo, sin conseguir apoyo alguno. Definitivamente derrotado, firmó a desgano y en último término el Acuerdo del Cabildo del 25 de Mayo, por el cual se ponía en funciones al gobierno de los patriotas.
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De todos los abogados que protagonizaron las jornadas de mayo de 1810, el doctor Julián de Leyva y Leguizamón ha sido el más dejado de lado por la historia. Puede que por ser el letrado del bando vencido. Pero en no pocos momentos de esos agitados días, el destino de la revolución estuvo en sus manos. Y de haber tenido éxito en sus manejos, ningún “primer gobierno patrio” hubiera existido.
Nunca hubo, entre los criollos, otro peninsular más acérrimo. Nunca hubo, en su época, abogado más brillante.
Había nacido en Luján allá por 1749 y estudiado en el Real Colegio de San Carlos, en Buenos Aires, antes de cursar sus estudios de abogacía en la Real Universidad de San Felipe, en Santiago de Chile, donde también se doctoró.
Residió luego en Chuquisaca, en el Alto Perú, donde fue asesor de la Real Audiencia de Charcas. Regresó a Buenos Aires en 1788 y se dedicó a la práctica de la profesión. Gracias a su amistad con Manuel Belgrano se incorporó al estudio de su primo, Juan José Castelli. Los hechos de la Semana de Mayo, en 1810, terminarían para siempre con dichas amistades.
No tardó Leyva, con su capacidad, en gozar de muy buenas vinculaciones, ganar en el ascendiente social y ser reconocido entre sus pares. A la par de su labor como letrado, mostró una afición marcada por los libros tanto referidos a las ciencias como a las artes, llegando a tener una de las más grandes y cualificadas bibliotecas del virreinato.
“Se confiaba tanto en su criterio y autoridad como hombre de la cultura de la ilustración que el Deán Funes, con quien mantenía una profunda amistad, le confiaba algunas de sus obras para que las leyera y le diera su opinión antes de publicarlas”, nos cuenta María Fernanda de la Rosa, en su estudio sobre el personaje.
Máximo referente jurídico de los realistas españoles, cuando Cisneros asume como virrey a mediados de 1809 lo convoca para desempeñarse como su abogado consultor. Al año siguiente se lo elige en el cabildo porteño como su síndico procurador. Tal cargo implicaba, ni más ni menos, que ser el representante legal del cuerpo, al que representaba en cualquier juicio que se llevara ante la Real Audiencia o en solicitudes ante los gobernadores o virreyes. También era responsable de recibir y examinar las peticiones de los vecinos, teniendo la facultad de desestimarlas o de elevarlas al Cabildo.
Es por ello que su ex socio Castelli y Martín Rodríguez, ante las noticias de los triunfos de Napoleón en España y la disolución de la Junta de Cádiz, lo visitan formalmente el sábado 19 de mayo de 1810 para pedir el apoyo del Cabildo para gestionar ante el virrey un cabildo abierto. Tras darle largas al asunto, finalmente debió acceder cuando los cuerpos militares a los que el virrey pidió apoyo lo dejaron en banda.
A partir de allí, lo suyo fue moverse en las sombras, procurando desactivar todo intento de remover al virrey de su cargo. Cuando, luego del Cabildo Abierto del 22 de mayo, la votación en tal sentido la perdieron los españoles estrepitosamente -con 155 votos a favor de que Cisneros cesara en su cargo y tan sólo 69 por su continuación-, jugó su última carta. Dio forma en el Cabildo el 24 de mayo a una junta de cinco miembros con sólo dos patriotas, presidida con todos los poderes por el cesado virrey como su presidente. Pero no contó con el descontento popular de su movida. Apenas se supo la resolución del Cabildo, un sordo rumor de descontento empezó a circular por las plazas y las calles. Su ardid para que todo continuara como estaba, bajo otras denominaciones, nacía muerta antes de ponerse en práctica.
Se resistió a aceptarlo. Presionó al Cabildo para “sujetar a los descontentos”, tomando “providencias prontas y vigorosas”. No encontró demasiado eco, pero siguió en su tesitura. Sólo cuando esa noche una manifestación frente a su casa, con cara de pocos amigos, lo sacó de su cama a la medianoche y le exigió cumplir con lo votado, finalmente cedió. Lo hizo, por las dudas, sin salir de su casa y atendiéndolos por una ventana, reja de por medio.
A pesar de ello, en la mañana siguiente volvió a las andadas y antes de que el Cabildo consintiera en los nombres de quienes integrarían la Primera Junta, convocó a los jefes militares a una reunión con él en el Cabildo, sin conseguir apoyo alguno. Definitivamente derrotado, firmó a desgano y en último término el Acuerdo del Cabildo del 25 de Mayo, por el cual se ponía en funciones al gobierno de los patriotas.
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