Había una vez un parque al que iban muchos niños a jugar. Aquel parque era fantástico. Era muy grande y tenía muchísimas atracciones, además de arenero, un recinto para jugar al balón y mesitas para jugar. Era el parque perfecto.
Un día llegó a la ciudad un niño nuevo llamado Bruto. Desde la ventana de su dormitorio, Bruto veía a los niños jugar y reír en el parque. Bruto no soportaba aquel jaleo, así que decidió tomar medidas.
Desde su ventana, Bruto gritaba a los niños para que se callaran, les lanzaba bolas de papel y cubos de agua. A veces, cuando estaba solo en casa, Bruto sacaba el amplificador de la guitarra eléctrica de su padre por la ventana y ponía una música muy desagradable a todo volumen.
Desde el parque niños y mayores le gritaban: “¡Para ya, Bruto!”. Pero al muchacho le entraba por una oreja y le salía por la otra.
Un día, el parque amaneció todo cubierto de una sustancia sucia y pegajosa. No se podía entrar sin pringarse los zapatos, ni mucho menos jugar en alguna atracción. El arenero se había convertido en un barrizal igualmente pegajoso. La gente se congregó a la entrada del parque y empezó a hablar.
-¿Qué ha pasado aquí? -se preguntaba la gente.
-Seguro que ha sido el maleducado de Bruto -decían unos.
-Mirad, allí, en la ventana. Ahí está el culpable disfrutando de su fechoría.
La gente cogió cualquier objeto arrojadizo y empezó a tirarlo contra la ventana de Bruto. No habían pasado ni dos minutos cuando llegó la policía.
-¿Qué diantres hacen ustedes apedreando las ventanas de los vecinos? -dijo uno de los policías.
-¡Ese chico ha destrozado el parque! -gritaron varias personas.
-Iremos a hablar con él -dijo el policía-. Y más les vale estar tranquilos si no quieren que me los lleve a todos detenidos.
El policía fue a casa de Bruto, a ver qué había pasado. El muchacho estaba solo.
-Yo no he hecho nada -se defendió Bruto.
-Todo el mundo te acusa -dijo el policía.
-Pero nadie me ha visto hacer nada -dijo Bruto-. Es imposible, porque llevo dos días fuera de la ciudad. Mis padres llegarán en un rato. Ellos pueden explicárselo.
-Entonces, ¿por qué te acusas? -preguntó el policía.
Bruto se puso rojo como un tomate. Con mucho esfuerzo le contó al policía sus fechorías anteriores, molestando a los niños del parque.
-Entiendo -dijo el policía-. La has liado tantas veces que ahora todo el mundo piensa que has sido tú.
-Pero yo no he sido -insistió Bruto.
-El problema es que tu fama se precede, jovencito -dijo el policía-. Sin pruebas no puedo hacer nada, pero todo el mundo seguirá pensando que has sido tú. Y eso te traerá problemas. Ya has visto a la gente tirando piedras a tu ventana. ¿Qué crees que pasará cuando salgas a la calle?
-¡Pero si yo no he sido! ¡Tiene que creerme! -exclamó Bruto, entre sollozos. Habrá que encontrar al culpable para poder aclarar todo este lío -dijo el policía.
-Le ayudaré -dijo Bruto.
Tras mucho investigar Bruto descubrió que el culpable de todo aquello era su vecino de abajo, un señor muy mayor que también estaba muy harto del ruido que hacían los niños en el parque. La policía le detuvo y el juez le condenó a pagar un multa enorme por haber estropeado el parque.
En señal de buena voluntad, Bruto se ofreció a ayudar en las labores de limpieza del parque. El muchacho se disculpó con todos los niños y prometió no volver a molestarlos. Y como no podía evitar que los niños jugaran en el parque y que hicieran ruido, Bruto decidió bajar a jugar con ellos. El parque volvió a ser un lugar perfecto para todos.
Y es que, cuando no puedes cambiar las cosas, lo mejor es adaptarte a la nueva situación de la mejor forma posible. En este caso, de la forma más divertida.
Había una vez un parque al que iban muchos niños a jugar. Aquel parque era fantástico. Era muy grande y tenía muchísimas atracciones, además de arenero, un recinto para jugar al balón y mesitas para jugar. Era el parque perfecto.
Un día llegó a la ciudad un niño nuevo llamado Bruto. Desde la ventana de su dormitorio, Bruto veía a los niños jugar y reír en el parque. Bruto no soportaba aquel jaleo, así que decidió tomar medidas.
Desde su ventana, Bruto gritaba a los niños para que se callaran, les lanzaba bolas de papel y cubos de agua. A veces, cuando estaba solo en casa, Bruto sacaba el amplificador de la guitarra eléctrica de su padre por la ventana y ponía una música muy desagradable a todo volumen.
Desde el parque niños y mayores le gritaban: “¡Para ya, Bruto!”. Pero al muchacho le entraba por una oreja y le salía por la otra.
Un día, el parque amaneció todo cubierto de una sustancia sucia y pegajosa. No se podía entrar sin pringarse los zapatos, ni mucho menos jugar en alguna atracción. El arenero se había convertido en un barrizal igualmente pegajoso. La gente se congregó a la entrada del parque y empezó a hablar.
-¿Qué ha pasado aquí? -se preguntaba la gente.
-Seguro que ha sido el maleducado de Bruto -decían unos.
-Mirad, allí, en la ventana. Ahí está el culpable disfrutando de su fechoría.
La gente cogió cualquier objeto arrojadizo y empezó a tirarlo contra la ventana de Bruto. No habían pasado ni dos minutos cuando llegó la policía.
-¿Qué diantres hacen ustedes apedreando las ventanas de los vecinos? -dijo uno de los policías.
-¡Ese chico ha destrozado el parque! -gritaron varias personas.
-Iremos a hablar con él -dijo el policía-. Y más les vale estar tranquilos si no quieren que me los lleve a todos detenidos.
El policía fue a casa de Bruto, a ver qué había pasado. El muchacho estaba solo.
-Yo no he hecho nada -se defendió Bruto.
-Todo el mundo te acusa -dijo el policía.
-Pero nadie me ha visto hacer nada -dijo Bruto-. Es imposible, porque llevo dos días fuera de la ciudad. Mis padres llegarán en un rato. Ellos pueden explicárselo.
-Entonces, ¿por qué te acusas? -preguntó el policía.
Bruto se puso rojo como un tomate. Con mucho esfuerzo le contó al policía sus fechorías anteriores, molestando a los niños del parque.
-Entiendo -dijo el policía-. La has liado tantas veces que ahora todo el mundo piensa que has sido tú.
-Pero yo no he sido -insistió Bruto.
-El problema es que tu fama se precede, jovencito -dijo el policía-. Sin pruebas no puedo hacer nada, pero todo el mundo seguirá pensando que has sido tú. Y eso te traerá problemas. Ya has visto a la gente tirando piedras a tu ventana. ¿Qué crees que pasará cuando salgas a la calle?
-¡Pero si yo no he sido! ¡Tiene que creerme! -exclamó Bruto, entre sollozos.
Habrá que encontrar al culpable para poder aclarar todo este lío -dijo el policía.
-Le ayudaré -dijo Bruto.
Tras mucho investigar Bruto descubrió que el culpable de todo aquello era su vecino de abajo, un señor muy mayor que también estaba muy harto del ruido que hacían los niños en el parque. La policía le detuvo y el juez le condenó a pagar un multa enorme por haber estropeado el parque.
En señal de buena voluntad, Bruto se ofreció a ayudar en las labores de limpieza del parque. El muchacho se disculpó con todos los niños y prometió no volver a molestarlos. Y como no podía evitar que los niños jugaran en el parque y que hicieran ruido, Bruto decidió bajar a jugar con ellos. El parque volvió a ser un lugar perfecto para todos.
Y es que, cuando no puedes cambiar las cosas, lo mejor es adaptarte a la nueva situación de la mejor forma posible. En este caso, de la forma más divertida.