resultado La historia política de los dos últimos siglos es en gran parte la del triunfo de las naciones sobre los imperios, con la I Guerra Mundial y el fin de los últimos grandes imperios europeos, austro-húngaro, ruso y turco, como brillante broche final. En el mundo contemporáneo los imperios representarían el pasado y las naciones el futuro, diagnóstico posiblemente apresurado si consideramos dos de los experimentos políticos más revolucionarios del último siglo, la Unión Soviética y la Unión Europea, ambos con un marcado carácter imperial.
Ninguno de los dos, sin embargo, ha reivindicado la condición de imperio, un término, a diferencia del de nación, cargado de connotaciones negativas, tanto que si el adjetivo nacionalista se usa de manera habitual como virtud, el de imperialista se acerca más al insulto que a la definición. A pesar de que posiblemente el origen de muchas de las grandes catástrofes del mundo contemporáneo haya que buscarlo más en el nacionalismo que en el imperialismo, incluidas las generadas por los imperios coloniales de los siglos XIX y XX, en sentido estricto Estados-nación con colonias y no Estados-imperio, en cuyo nacimiento, auge y decadencia el papel del nacionalismo fue determinante.
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La diferencia esencial entre Estados-nación y Estados-imperio no tiene que ver con colonias ni con formas de Gobierno; puede haber, y ha habido, imperios sin colonias y naciones con ellas, repúblicas imperiales y monarquías nacionales, Estados-nación dictatoriales y Estados-imperio democráticos,… sino con cómo unos y otros legitiman el ejercicio del poder. Los primeros por ser expresión de la voluntad de la nación, entendida como una comunidad natural con fines y objetivos propios, al margen y si es necesario en contra de quienes la constituyen; los segundos en la consecución o preservación de los objetivos para los que fueron creados, tan diversos como los que pueden ir desde la construcción de una sociedad sin clases, Unión Soviética, al crecimiento económico y la defensa de los derechos de los ciudadanos, Unión Europea. La legitimidad tiene en estos últimos un claro carácter funcional no de autorrealización de la comunidad política.
La pregunta sería por qué los dos últimos siglos han sido los de las naciones y no los de los imperios; o, si se prefiere, por qué las naciones siempre ganan y los imperios siempre pierden aunque no necesariamente el bienestar y la defensa de los derechos de los ciudadanos están mejor garantizados en aquellas que en estos. Es posible que la nostalgia por el Imperio Austro-Húngaro de muchos de los que asistieron a su desintegración sea injustificada. Caben pocas dudas, sin embargo, de que su desarrollo económico y cultural nada tenía que envidiar al de los Estados-nación por los que fue derrotado; menos, todavía, de que para las minorías étnicas que lo habitaban su desaparición fue una catástrofe sin paliativos.
El pacto de Syriza con los nacional-derechistas solo se entiende como defensa de la soberanía
No por accidente, el Estado-nación contemporáneo se basa en la idea, más bien creencia, de la existencia de comunidades naturales homogéneas, algo falso en casi cualquier contexto, “desde que el mundo es mundo, ningún territorio ha sido habitado por una población homogénea, ya sea cultural, étnica o de cualquier otro tipo” (Hobsbawm), pero más todavía en el del viejo imperio de los Habsburgo donde, por poner un ejemplo, en los territorios de lo que después sería el Estado-nación húngaro, censo de 1902, sólo una tercera parte de sus aproximadamente 12.000 municipios eran exclusivamente magiarhablantes. El resto se repartía entre unos 4.000 en los que se hablaban dos idiomas, 3.000 con tres y 1.000 con cuatro o más. La construcción de la nación y el genocidio cultural estaban condenados a ir necesariamente de la mano, no la peor de las alternativas si consideramos que cuando lo que se utilizó como rasgo de definición nacional fue la raza y no la lengua, el genocidio fue físico.
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resultado La historia política de los dos últimos siglos es en gran parte la del triunfo de las naciones sobre los imperios, con la I Guerra Mundial y el fin de los últimos grandes imperios europeos, austro-húngaro, ruso y turco, como brillante broche final. En el mundo contemporáneo los imperios representarían el pasado y las naciones el futuro, diagnóstico posiblemente apresurado si consideramos dos de los experimentos políticos más revolucionarios del último siglo, la Unión Soviética y la Unión Europea, ambos con un marcado carácter imperial.
Ninguno de los dos, sin embargo, ha reivindicado la condición de imperio, un término, a diferencia del de nación, cargado de connotaciones negativas, tanto que si el adjetivo nacionalista se usa de manera habitual como virtud, el de imperialista se acerca más al insulto que a la definición. A pesar de que posiblemente el origen de muchas de las grandes catástrofes del mundo contemporáneo haya que buscarlo más en el nacionalismo que en el imperialismo, incluidas las generadas por los imperios coloniales de los siglos XIX y XX, en sentido estricto Estados-nación con colonias y no Estados-imperio, en cuyo nacimiento, auge y decadencia el papel del nacionalismo fue determinante.
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La pregunta sería por qué los dos últimos siglos han sido los de las naciones y no los de los imperios; o, si se prefiere, por qué las naciones siempre ganan y los imperios siempre pierden aunque no necesariamente el bienestar y la defensa de los derechos de los ciudadanos están mejor garantizados en aquellas que en estos. Es posible que la nostalgia por el Imperio Austro-Húngaro de muchos de los que asistieron a su desintegración sea injustificada. Caben pocas dudas, sin embargo, de que su desarrollo económico y cultural nada tenía que envidiar al de los Estados-nación por los que fue derrotado; menos, todavía, de que para las minorías étnicas que lo habitaban su desaparición fue una catástrofe sin paliativos.
El pacto de Syriza con los nacional-derechistas solo se entiende como defensa de la soberanía
No por accidente, el Estado-nación contemporáneo se basa en la idea, más bien creencia, de la existencia de comunidades naturales homogéneas, algo falso en casi cualquier contexto, “desde que el mundo es mundo, ningún territorio ha sido habitado por una población homogénea, ya sea cultural, étnica o de cualquier otro tipo” (Hobsbawm), pero más todavía en el del viejo imperio de los Habsburgo donde, por poner un ejemplo, en los territorios de lo que después sería el Estado-nación húngaro, censo de 1902, sólo una tercera parte de sus aproximadamente 12.000 municipios eran exclusivamente magiarhablantes. El resto se repartía entre unos 4.000 en los que se hablaban dos idiomas, 3.000 con tres y 1.000 con cuatro o más. La construcción de la nación y el genocidio cultural estaban condenados a ir necesariamente de la mano, no la peor de las alternativas si consideramos que cuando lo que se utilizó como rasgo de definición nacional fue la raza y no la lengua, el genocidio fue físico.
espero te ayude