La noche llegó sin que Fermín Couto lo notara siquiera, embebido en la plática y disfrutando de excelentes vinos en compañía de sus compañeros de oficina. De pronto miró el reloj y pensó que su esposa e hijos, que debían de estar muy preocupados por su tardanza, así que, sin reflexionar en los medios de transporte que pudiera conseguir para llegar al otro lado de la ciudad, se despidió apresuradamente y salió a las solitarias calles de aquella zona de Tlalpan. Corrió en el frío de la noche, buscando un taxi o un autobús.
Se paró en una esquina y sólo vio pasar vehículos particulares.
– Ni modo, ¿qué le vamos a hacder? – se dispuso a esperar con paciencia, pues las piernas le dolían de tanto caminar.
Se acercó a una parada de autobuses y se sentó en la banca de cemento. Contemplaba sus zapatos cubierto de polvo cuando descubrió una vía que se hallaba semioculta entre el asfalto y la hierba. Se veía que tenía décadas sin ser usada. Al fondo del baldío de donde salía esa extraña vía férrea, se veían pilas de tubos que la atravesaban. Sí, aquellos rieles habían quedado olvidados.
Ya sumido en su desesperanza, resignado, se subió el cuello de la chamarra y se cruzó de brazo. De pronto se oyó un silbido espeluznante que lo hizo erguirse de un salto y distinguió de inmediato las dos luces amarillas que venían del baldío.
– ¡No puede ser!
Fermín pudo ver la rauda marcha de un tranvía. Sin reflexionar mucho más en lo extraño del suceso, ansioso por llegar a casa, se acercó a las vías y desde esa distancia se puso a agitar los brazos para no pasar inadvertido al chofer de aquel transporte de lúgubre sonido.
Mientras el tranvía se acercaba, el cerebro de Fermín se empezó a despejar: “¿Cómo atravesó los tubos sin problemas y sin que escuchara un escándalo que despertaría a toda la ciudad?¿Cómo fue que no resultó afectada la estructura del tranvía…?”. Cuando pensaba en esto, descubrió que el vehículo estaba deshecho de la parte delantera, y bajo la vieja gorra del conductor, creyó distinguir la ausencia de carne. Sólo dos ojillos maliciosos refulgían con malicia.
El vehículo al fin estaba frente a él. Antes de que se abrieran las puertas, Fermín notó que el aspecto del tranvía era antiguo, parecía recién sacado de un deshuesadero y los detalles de la pintura: franjas verdes sobre color marfil, le recordaron los que había visto en las fotos amarillentas del abuelo, quien fuera conductor de tranvías a mediados del siglo XX.
De pronto las puertas se abrieron violentamente. El conductor ocultó su rostro con una mano enguantada y dijo con voz cadavérica:
– ¿Servicio, señor? Suba usted, esta zona es muy peligrosa.
El instinto de conservación recomendó a Fermín lubrarse de ese viaje:
– ¿Trae usted lugares?
– Por supuesto, vea usted.
Fermín se alejó un poco del tranvía para mirar a través de las ventanillas. Descubrió una decena de figuras, a todas las cuales sus ropas de los años cuarenta o cincuenta les venían muy holgadas. Por más que intentó, no pudo distinguir los rostros de aquellos pasajeros, entre los que había un niño con uniforme de marinerito y un par de chicas con amplios vestidos, al lado de adultos con sombreros de plumas o de copa.
– Y bien -Insistió el conductor-. ¿Se va o se queda?
Pensando que se estaba dejando llevar por fantasías acerca de fantasmas y demonios. Fermín subió resueltamente, metiendo su mano a una bolsa de su pantalón para sacar las monedas. Después de todo, ¿qué le podía pasar en un autobús en el que viajaban criaturitas como aquellas?
Cuando el conductor tomó el dinero, Fermín pudo sentir sus manos huesudas bajo el guante y de pronto pensó en una última oportunidad de salvarse de ese recorrido.
– Pero ¿a donde lleva este… tranvía?
El homre arrancó violentamente y al fin mostró su rostro mientras lanzaba una carcajada espeluznante. De la calavera surgió un hervidero de gusanos y dijo dramáticamente:
– ¡Va usted al infierno!
– ¿El infierno?
Entonces Fermín volteó al fondo del autobús y descubrió que todos los demás pasajeros eran seres descarnados que lo miraban con burla y saña.
– ¡No, no, qué van a hacerme! ¡Déjeme bajar, abra esa puerta!
Trató de saltar por una ventana, pero fue contenido por las férreas manos de los cadáveres.
La noche llegó sin que Fermín Couto lo notara siquiera, embebido en la plática y disfrutando de excelentes vinos en compañía de sus compañeros de oficina. De pronto miró el reloj y pensó que su esposa e hijos, que debían de estar muy preocupados por su tardanza, así que, sin reflexionar en los medios de transporte que pudiera conseguir para llegar al otro lado de la ciudad, se despidió apresuradamente y salió a las solitarias calles de aquella zona de Tlalpan. Corrió en el frío de la noche, buscando un taxi o un autobús.
Se paró en una esquina y sólo vio pasar vehículos particulares.
– Ni modo, ¿qué le vamos a hacder? – se dispuso a esperar con paciencia, pues las piernas le dolían de tanto caminar.
Se acercó a una parada de autobuses y se sentó en la banca de cemento. Contemplaba sus zapatos cubierto de polvo cuando descubrió una vía que se hallaba semioculta entre el asfalto y la hierba. Se veía que tenía décadas sin ser usada. Al fondo del baldío de donde salía esa extraña vía férrea, se veían pilas de tubos que la atravesaban. Sí, aquellos rieles habían quedado olvidados.
Ya sumido en su desesperanza, resignado, se subió el cuello de la chamarra y se cruzó de brazo. De pronto se oyó un silbido espeluznante que lo hizo erguirse de un salto y distinguió de inmediato las dos luces amarillas que venían del baldío.
– ¡No puede ser!
Fermín pudo ver la rauda marcha de un tranvía. Sin reflexionar mucho más en lo extraño del suceso, ansioso por llegar a casa, se acercó a las vías y desde esa distancia se puso a agitar los brazos para no pasar inadvertido al chofer de aquel transporte de lúgubre sonido.
Mientras el tranvía se acercaba, el cerebro de Fermín se empezó a despejar: “¿Cómo atravesó los tubos sin problemas y sin que escuchara un escándalo que despertaría a toda la ciudad?¿Cómo fue que no resultó afectada la estructura del tranvía…?”. Cuando pensaba en esto, descubrió que el vehículo estaba deshecho de la parte delantera, y bajo la vieja gorra del conductor, creyó distinguir la ausencia de carne. Sólo dos ojillos maliciosos refulgían con malicia.
El vehículo al fin estaba frente a él. Antes de que se abrieran las puertas, Fermín notó que el aspecto del tranvía era antiguo, parecía recién sacado de un deshuesadero y los detalles de la pintura: franjas verdes sobre color marfil, le recordaron los que había visto en las fotos amarillentas del abuelo, quien fuera conductor de tranvías a mediados del siglo XX.
De pronto las puertas se abrieron violentamente. El conductor ocultó su rostro con una mano enguantada y dijo con voz cadavérica:
– ¿Servicio, señor? Suba usted, esta zona es muy peligrosa.
El instinto de conservación recomendó a Fermín lubrarse de ese viaje:
– ¿Trae usted lugares?
– Por supuesto, vea usted.
Fermín se alejó un poco del tranvía para mirar a través de las ventanillas. Descubrió una decena de figuras, a todas las cuales sus ropas de los años cuarenta o cincuenta les venían muy holgadas. Por más que intentó, no pudo distinguir los rostros de aquellos pasajeros, entre los que había un niño con uniforme de marinerito y un par de chicas con amplios vestidos, al lado de adultos con sombreros de plumas o de copa.
– Y bien -Insistió el conductor-. ¿Se va o se queda?
Pensando que se estaba dejando llevar por fantasías acerca de fantasmas y demonios. Fermín subió resueltamente, metiendo su mano a una bolsa de su pantalón para sacar las monedas. Después de todo, ¿qué le podía pasar en un autobús en el que viajaban criaturitas como aquellas?
Cuando el conductor tomó el dinero, Fermín pudo sentir sus manos huesudas bajo el guante y de pronto pensó en una última oportunidad de salvarse de ese recorrido.
– Pero ¿a donde lleva este… tranvía?
El homre arrancó violentamente y al fin mostró su rostro mientras lanzaba una carcajada espeluznante. De la calavera surgió un hervidero de gusanos y dijo dramáticamente:
– ¡Va usted al infierno!
– ¿El infierno?
Entonces Fermín volteó al fondo del autobús y descubrió que todos los demás pasajeros eran seres descarnados que lo miraban con burla y saña.
– ¡No, no, qué van a hacerme! ¡Déjeme bajar, abra esa puerta!
Trató de saltar por una ventana, pero fue contenido por las férreas manos de los cadáveres.