hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela,
además era un marinero de primera clase, que
había trabajado durante algún tiempo en los
vapores de la isla y pilotado un ballenero en la
costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le
ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las
ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a
San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un
excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad
una colina que está cubierta de palacios. Un
día, Keawe se paseaba por esta colina con mu-
cho dinero en el bolsillo, contemplando con
evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan
buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de
ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún
reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las
otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse
se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente
que Keawe lo veía como se ve a un pez en una
cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una
expresión pesarosa y suspiraba amargamente.
Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba
al hombre y el hombre observaba a Keawe,
cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y
se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa,
desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.
—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy
hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces,
que no haga usted más que suspirar?
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—
para que no tenga una casa en todo semejante a
ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee
usted algún dinero, ¿no es cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta
dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso
podría causarle problemas en el futuro, pero
será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa?—preguntó Keawe.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca
una persona muy rica y afortunada, todo lo que
poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden
de una botella en la que no cabe mucho más de
una pinta. Aquí la tiene usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó
una botella de panza redonda con un cuello
muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo
que se movía confusamente, algo así como una
sombra y un fuego.
—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando
Keawe se echó a reír, añadió—: ¿No me cree?
Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó;
porque rebotaba como una pelota y nada le
sucedía.
—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—,
porque tanto por su aspecto como al tacto se
diría que es de cristal.
—Es de cristal—replicó el hombre, suspirando
más hondamente que nunca—, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse
es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un
hombre compra esta botella el diablo se pone a
su servicio; todo lo que esa persona desee,
amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco,
Respuesta:
EL DIABLO DE LA
BOTELLA
Había un hombre en la isla de Hawaii al que
llamaré Keawe; porque la verdad es que aún
vive y que su nombre debe permanecer secreto,
pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de
Honaunau, donde los huesos de Keawe el
Grande yacen escondidos en una cueva. Este
hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela,
además era un marinero de primera clase, que
había trabajado durante algún tiempo en los
vapores de la isla y pilotado un ballenero en la
costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le
ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las
ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a
San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un
excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad
una colina que está cubierta de palacios. Un
día, Keawe se paseaba por esta colina con mu-
cho dinero en el bolsillo, contemplando con
evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan
buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de
ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún
reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las
otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse
se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente
que Keawe lo veía como se ve a un pez en una
cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una
expresión pesarosa y suspiraba amargamente.
Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba
al hombre y el hombre observaba a Keawe,
cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y
se reunió con él en la puerta de la casa.
—Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa,
desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.
—Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy
hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces,
que no haga usted más que suspirar?
—No hay ninguna razón—dijo el hombre—
para que no tenga una casa en todo semejante a
ésta, y aun más hermosa, si así lo desea. Posee
usted algún dinero, ¿no es cierto?
—Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta
dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga más —dijo—, porque eso
podría causarle problemas en el futuro, pero
será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa?—preguntó Keawe.
—No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca
una persona muy rica y afortunada, todo lo que
poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden
de una botella en la que no cabe mucho más de
una pinta. Aquí la tiene usted.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó
una botella de panza redonda con un cuello
muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo
que se movía confusamente, algo así como una
sombra y un fuego.
—Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando
Keawe se echó a reír, añadió—: ¿No me cree?
Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó;
porque rebotaba como una pelota y nada le
sucedía.
—Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—,
porque tanto por su aspecto como al tacto se
diría que es de cristal.
—Es de cristal—replicó el hombre, suspirando
más hondamente que nunca—, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo vive en ella y la sombra que vemos moverse
es la suya; al menos eso creo yo. Cuando un
hombre compra esta botella el diablo se pone a
su servicio; todo lo que esa persona desee,
amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como San Francisco,
Explicación: