michibross
Descendientes de Jacob, se les llamaba hijos de israel o israelitas. En el año 1728 a. E.C., la casa de Jacob viajó a Egipto debido al hambre, y allí vivieron sus descendientes como residentes forasteros durante doscientos quince años. En su residencia en Egipto se convirtieron en una sociedad de esclavos muy grande, y tal vez llegaron a los dos o tres millones, o incluso más. En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus doce hijos por este orden: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José y Benjamín; y por medio de ellos continuó el sistema patriarcal tribal. (Gé 49:2-28.) Sin embargo, durante el período de esclavitud de Israel, los egipcios establecieron su propio sistema de superintendencia, independiente del sistema patriarcal, designando a algunos israelitas como oficiales. Estos llevaban la cuenta de los ladrillos que se producían y ayudaban a los jefes egipcios, que obligaban a trabajar a los israelitas. (Éx 5:6-19.) No obstante, cuando Moisés dio a conocer las instrucciones de Jehová a la congregación, lo hizo por medio de los “ancianos de Israel”, que eran los cabezas hereditarios de las casas paternas. Estos fueron los que le acompañaron cuando se presentó delante de Faraón. Jehová aplastó a Egipto con 10 plagas, la potencia mundial que dominaba en aquel tiempo, y con una gran demostración de Su soberanía todopoderosa, sacó a su pueblo Israel de la esclavitud. Con ellos salió una “vasta compañía mixta” de no israelitas que estaban contentos de compartir su suerte con el pueblo escogido de Dios. Tres meses después de haber salido de Egipto, se convirtieron en una nación independiente bajo el pacto de la Ley inaugurado en el monte Sinaí. (Heb 9:19, 20.) Las Diez Palabras o Diez Mandamientos escritos “por el dedo de Dios” formaban la armazón de ese código nacional, al que se añadieron aproximadamente otras 600 leyes, estatutos, regulaciones y decisiones judiciales. Fue el conjunto de leyes más amplio de cualquier nación antigua, leyes que explicaban con gran detalle la relación del hombre con su Dios y con su semejante. El código constitucional situaba la adoración a Jehová sobre cualquier otro asunto y dominaba todo aspecto de la vida y actividad de la nación. La idolatría constituía una traición que se pagaba con la muerte. (Dt 4:15-19; 6:13-15; 13:1-5.) El centro visible de adoración, donde se hacían los sacrificios prescritos, fue en principio el tabernáculo y más tarde el templo. El sacerdocio instituido por Dios poseía el Urim y el Tumim, mediante los que se recibía la respuesta de Jehová a cuestiones difíciles y de importancia vital. (Éx 28:30.) A fin de mantener la unidad y la salud espiritual de la nación, se celebraban asambleas regulares para hombres —cuya asistencia era obligatoria—, mujeres y niños. También se organizó un sistema de jueces sobre “decenas”, “cincuentenas”, “centenas” y “millares”, lo que permitía resolver con prontitud los asuntos judiciales del pueblo. En caso de apelación, se recurría a Moisés, quien, si lo juzgaba necesario, presentaba el caso ante Jehová para tomar una decisión definitiva. (Éx 18:19-26; Dt 16:18.) La organización militar, reclutamiento y distribución del mando, guardaba una disposición numérica parecida. Del Sinaí a la Tierra Prometida. Solo dos de los doce espías enviados a la Tierra Prometida regresaron con suficiente fe como para animar a sus hermanos a invadir y conquistar la tierra. Por lo tanto, Jehová determinó que debido a falta de fe general, todos aquellos que habían salido de Egipto y tuvieran más de veinte años de edad, con pocas excepciones, morirían en el desierto. (Nú 13:25-33; 14:26-34.) Y efectivamente, el vasto campamento de Israel vagó durante cuarenta años por la península del Sinaí. Incluso Moisés y Aarón murieron sin haber pisado la Tierra Prometida. Durante esta vida nómada en el desierto, Jehová fue un muro de protección alrededor de los israelitas, un escudo contra sus enemigos. Únicamente permitía que les sobreviniera el mal cuando se rebelaban contra Él. (Nú 21:5, 6.) También cubrió todas sus necesidades. Les dio maná y agua, un código sanitario para proteger su salud e incluso impidió que su calzado se desgastase. (Éx 15:23-25; 16:31, 35; Dt 29:5.) Pero a pesar de tal cuidado amoroso y milagroso por parte de Jehová, Israel se quejó y murmuró en repetidas ocasiones, y de vez en cuando surgieron rebeldes que desafiaron los nombramientos teocráticos, de manera que Jehová tuvo que disciplinarlos con severidad a fin de que el resto aprendiese a temer y obedecer a su Gran Libertador. Hacia el final de los cuarenta años que Israel vagó por el desierto, Jehová dio en sus manos a los reyes de los amorreos: Sehón y Og. Con esta victoria, Israel heredó una gran cantidad de territorio al E. del Jordán, en el que se establecieron las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés.
En el año 1728 a. E.C., la casa de Jacob viajó a Egipto debido al hambre, y allí vivieron sus descendientes como residentes forasteros durante doscientos quince años.
En su residencia en Egipto se convirtieron en una sociedad de esclavos muy grande, y tal vez llegaron a los dos o tres millones, o incluso más.
En su lecho de muerte, Jacob bendijo a sus doce hijos por este orden: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, José y Benjamín; y por medio de ellos continuó el sistema patriarcal tribal. (Gé 49:2-28.)
Sin embargo, durante el período de esclavitud de Israel, los egipcios establecieron su propio sistema de superintendencia, independiente del sistema patriarcal, designando a algunos israelitas como oficiales. Estos llevaban la cuenta de los ladrillos que se producían y ayudaban a los jefes egipcios, que obligaban a trabajar a los israelitas. (Éx 5:6-19.) No obstante, cuando Moisés dio a conocer las instrucciones de Jehová a la congregación, lo hizo por medio de los “ancianos de Israel”, que eran los cabezas hereditarios de las casas paternas. Estos fueron los que le acompañaron cuando se presentó delante de Faraón.
Jehová aplastó a Egipto con 10 plagas, la potencia mundial que dominaba en aquel tiempo, y con una gran demostración de Su soberanía todopoderosa, sacó a su pueblo Israel de la esclavitud. Con ellos salió una “vasta compañía mixta” de no israelitas que estaban contentos de compartir su suerte con el pueblo escogido de Dios.
Tres meses después de haber salido de Egipto, se convirtieron en una nación independiente bajo el pacto de la Ley inaugurado en el monte Sinaí. (Heb 9:19, 20.) Las Diez Palabras o Diez Mandamientos escritos “por el dedo de Dios” formaban la armazón de ese código nacional, al que se añadieron aproximadamente otras 600 leyes, estatutos, regulaciones y decisiones judiciales. Fue el conjunto de leyes más amplio de cualquier nación antigua, leyes que explicaban con gran detalle la relación del hombre con su Dios y con su semejante.
El código constitucional situaba la adoración a Jehová sobre cualquier otro asunto y dominaba todo aspecto de la vida y actividad de la nación. La idolatría constituía una traición que se pagaba con la muerte. (Dt 4:15-19; 6:13-15; 13:1-5.) El centro visible de adoración, donde se hacían los sacrificios prescritos, fue en principio el tabernáculo y más tarde el templo. El sacerdocio instituido por Dios poseía el Urim y el Tumim, mediante los que se recibía la respuesta de Jehová a cuestiones difíciles y de importancia vital. (Éx 28:30.) A fin de mantener la unidad y la salud espiritual de la nación, se celebraban asambleas regulares para hombres —cuya asistencia era obligatoria—, mujeres y niños.
También se organizó un sistema de jueces sobre “decenas”, “cincuentenas”, “centenas” y “millares”, lo que permitía resolver con prontitud los asuntos judiciales del pueblo. En caso de apelación, se recurría a Moisés, quien, si lo juzgaba necesario, presentaba el caso ante Jehová para tomar una decisión definitiva. (Éx 18:19-26; Dt 16:18.) La organización militar, reclutamiento y distribución del mando, guardaba una disposición numérica parecida.
Del Sinaí a la Tierra Prometida. Solo dos de los doce espías enviados a la Tierra Prometida regresaron con suficiente fe como para animar a sus hermanos a invadir y conquistar la tierra. Por lo tanto, Jehová determinó que debido a falta de fe general, todos aquellos que habían salido de Egipto y tuvieran más de veinte años de edad, con pocas excepciones, morirían en el desierto. (Nú 13:25-33; 14:26-34.) Y efectivamente, el vasto campamento de Israel vagó durante cuarenta años por la península del Sinaí. Incluso Moisés y Aarón murieron sin haber pisado la Tierra Prometida.
Durante esta vida nómada en el desierto, Jehová fue un muro de protección alrededor de los israelitas, un escudo contra sus enemigos. Únicamente permitía que les sobreviniera el mal cuando se rebelaban contra Él. (Nú 21:5, 6.) También cubrió todas sus necesidades. Les dio maná y agua, un código sanitario para proteger su salud e incluso impidió que su calzado se desgastase. (Éx 15:23-25; 16:31, 35; Dt 29:5.) Pero a pesar de tal cuidado amoroso y milagroso por parte de Jehová, Israel se quejó y murmuró en repetidas ocasiones, y de vez en cuando surgieron rebeldes que desafiaron los nombramientos teocráticos, de manera que Jehová tuvo que disciplinarlos con severidad a fin de que el resto aprendiese a temer y obedecer a su Gran Libertador.
Hacia el final de los cuarenta años que Israel vagó por el desierto, Jehová dio en sus manos a los reyes de los amorreos: Sehón y Og. Con esta victoria, Israel heredó una gran cantidad de territorio al E. del Jordán, en el que se establecieron las tribus de Rubén, Gad y la media tribu de Manasés.