Mi abuela se casó dos veces, pero solo se enamoró una: la segunda. De un señor que además se estaba separando de su respectiva. Un follón, vaya; pero aquel hombre, que luego fue mi abuelo en usufructo, le llevó el desayuno a la cama a mi abuela hasta el último día de su vida. Quizás esto explica la diferencia. Yo solía ver la escena por encima de mis libros de Wally; con una mezcla de fascinación y de vergüenza. "Pero no te acostumbres", le decía muy serio. Y ella sonreía. Porque al día siguiente, volvía a hacer lo mismo. Y también al otro. Y pasado un mes. De modo que al final quien se terminó acostumbrando fue él.
Mis padres solían dejarme con ellos algunos fines de semana. Pero entre semana, mi abuelo entraba sigiloso en la cocina y hacía lo siguiente: se llevaba el dedo a la boca, para que no dijera nada, y sorprendía a mi abuela por detrás con alguna canción que le tarareaba, sin letra casi, al oído. Normalmente, La flaca o algo de Juan Luis Guerra. A ella, naturalmente, se le quemaba el picadillo o la ropa vieja o los frijoles negros y el arroz. O todo a la vez; les confieso que no he visto a nadie quererse de esa forma.
De aquellos días me quedó, ya ven, aquel recuerdo y ese aroma también a plátano frito y yuca que todavía hoy, casi cinco años después, respiro en sueños. Porque, entre otras cosas, mi abuela se llevó consigo un recetario único. Y esta es, básicamente, mi herencia gastronómica. Entenderán, ahora, que haya empezado este texto por el final. El paladar, qué les voy a contar, tiene más memoria que la propia memoria.
Respuesta:
Mi abuela se casó dos veces, pero solo se enamoró una: la segunda. De un señor que además se estaba separando de su respectiva. Un follón, vaya; pero aquel hombre, que luego fue mi abuelo en usufructo, le llevó el desayuno a la cama a mi abuela hasta el último día de su vida. Quizás esto explica la diferencia. Yo solía ver la escena por encima de mis libros de Wally; con una mezcla de fascinación y de vergüenza. "Pero no te acostumbres", le decía muy serio. Y ella sonreía. Porque al día siguiente, volvía a hacer lo mismo. Y también al otro. Y pasado un mes. De modo que al final quien se terminó acostumbrando fue él.
Mis padres solían dejarme con ellos algunos fines de semana. Pero entre semana, mi abuelo entraba sigiloso en la cocina y hacía lo siguiente: se llevaba el dedo a la boca, para que no dijera nada, y sorprendía a mi abuela por detrás con alguna canción que le tarareaba, sin letra casi, al oído. Normalmente, La flaca o algo de Juan Luis Guerra. A ella, naturalmente, se le quemaba el picadillo o la ropa vieja o los frijoles negros y el arroz. O todo a la vez; les confieso que no he visto a nadie quererse de esa forma.
De aquellos días me quedó, ya ven, aquel recuerdo y ese aroma también a plátano frito y yuca que todavía hoy, casi cinco años después, respiro en sueños. Porque, entre otras cosas, mi abuela se llevó consigo un recetario único. Y esta es, básicamente, mi herencia gastronómica. Entenderán, ahora, que haya empezado este texto por el final. El paladar, qué les voy a contar, tiene más memoria que la propia memoria.
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